NOCHES
DE
SAN JUAN
(Fragmento del Segundo Acto)
(El sol bruñe el cielo de esmalte. A través de las
ramas, sobre las tejas, se siente el peso del calor. Las moscas vuelan
atontadas y de los árboles viene el aliento caliente de la hora. Teodora hace
sus menesteres de cocinera y María la Luz haraganea y vigila la puerta de la
palizada cada vez que se lo permite su pereza. Sobre el pecho de Fernando
descansa la niña Sarita. Doña Rosa, hacia el fondo, mira el hondo paisaje de
las montañas)
Sara.— (Riendo).
Te estoy oyendo el corazón.
Fernando.— ¿Qué
dice?
Sara.— ¡Ay,
no sé! Tiene un repiqueteo como de telégrafo y yo no soy telegrafista.
Fernando.— Pues,
mira, dice “¡Si me gusta el peso de la niña Sarita”!
Sara.— ¡Mentiroso!
Tu corazón dice lo que pensamos todos: ¡qué calor, Dios mío, qué calor!
Fernando.— Es
que tú no sabes escuchar.
Rosa.— Fernando,
no te has ocupado de la hacienda desde que viniste.
Sara.— Se
está ocupando de su mujer.
Rosa.— Eso es
lo que digo. Y comete una necedad. Da lo mismo una mujer que otra.
Fernando.— ¡Madre!
¡no diga eso! No hay otra igual a usted.
Sara.— ¡Claro!
Rosa.— ¿Qué
sabes tú de eso, niña, niña?
Sara.— Yo
digo que para cada quien la madre es lo primero.
Rosa.— ¡La
madre! A la madre la desbanca cualquiera realenga que ofrezca sus carnes.
Fernando.— Quien
la oiga creerá que...
Rosa.— Creerá
lo cierto: que soy nadie en mi casa desde que llegó la niña bonita.
Sara.— (Alzándose,
cercana a Fernando). ¿Por qué me tiene usted rabia?
Rosa.— Porque
no me gustan las niñitas santas que aparentan que tienen en las venas leche y
azúcar y tienen dentro peor intención que los tigres.
Fernando.— ¡Pero,
madre!
Sara.— Yo
nunca le he hecho nada, señora. La respeto por
Fernando. Ya voy comprendiendo que no merece usted
respeto...
Rosa.— ¡Pelea!
¡Sí! ¡Pelea! Muestra lo que eres de verdad. Muéstralo.
Sara.— Nunca
le he dicho que tengo azúcar en las venas. Tengo, sangre, señora, como
cualquier otra mujer.
Fernando.— ¿Pero
qué es esto?
Rosa.— ¿Esto?
Tu niña dulce que, delante de tí me insulta.
Sara.— ¿Soy
yo la que insulta?
Rosa.— Usted,
niña de azúcar.
Fernando.— (Intentando
intervenir) ¡Madre!
Rosa.— Usted,
que por fin se va quitando el disfraz y enseñando la cara... Hija de marineros!
¿Verdad? Eso dice usted que es.
Sara.— ¡Sí,
señora! Mi padre fue marino, Capitán de goletas. ¿Hay en eso algo de
deshonroso?
Rosa.— ¡Hija
de marineros! ¿De marineros? ¿De muchos marineros? Quién sabe en cual burdel
porteño te preguntaste en vano muchas veces cuál de tantos marinos que llegaban
le dio a tu madre la semilla de donde tú naciste!
Fernando.— ¡Madre!
¡Usted no tiene derecho!
Sara.— Sí
tiene derecho. Está en su casa. Soy yo quien debe callar y salir de aquí,
porque vine creyendo que al lado de mi marido había un lugar para mí y...
Fernando.— Aquí
conmigo está tu casa.
Rosa.— Soy yo
quien se va. Mi hijo me bota por una cualquiera hija de marineros.
Fernando.— ¡Cállese,
madre!
Rosa.— ¿Qué?
(Haciendo un esfuerzo terrible sobre su odio). Perdona, hijo. He faltado, sí,
he faltado. El deber de la madre es mirar calladamente cómo una... cómo la
mujer del hijo le roba su puesto. Cómo una... Perdona, Fernando, ¿quieres? Tú
no puedes pensar mal de tu madre, ¿verdad que no?
Fernando.— ¡Pero,
madre!
Sara.— Me
voy a descansar un rato.
Fernando.— Quédate.
Mamá te pide excusas.
Rosa.— Hijo,
tú no puedes pensar mal de tu madre ¿verdad? Es que tanto tiempo en esta
soledad... soñando... pronto viene mi hijo; pronto viene mi Fernando. Soñando
que te besaba como cuando eras un muchachito. Soñando que eras mi sueño de siempre.
(Suena dentro la copla de Ladislao).
“Flor
de mi patria querida
en un jardín cultivada...”
(Éste
queda en silencio al entrar a escena y cuando va a saludar mira los gestos de
María La Luz quien le manda callar. Así, Ladislao se une al grupo de los
sirvientes, atentos a las palabras de los señores).
Fernando.— ¡Pero,
mi vieja! ¡Yo la quiero como siempre. Nadie me la ha hecho olvidar!...
Rosa.— Tantos
años esperando y luego...
Sara.— ¿Y
luego qué, señora?
Rosa.— ¡Hija
de marineros, amarga!
Sara.— ¿Acaso
yo le he quitado su hijo? Sigue siendo hijo suyo aunque sea mi marido. Lo que
pasa es que usted quiere tenerlo entre las faldas y las únicas faldas para un
hombre deben ser las de su mujer.
Rosa.— ¡Hija
de marineros! ¡Quién sabe a cuántas arroparon esas faldas sucias de arena!
(Sale corriendo entre lloros histéricos mientras Sara se abraza
desesperadamente a Fernando).
Sara.— ¿Ves?
¿Ves cómo me odia? ¿Cómo me insulta sin razón?
Fernando.— Vamos
a ver qué hacemos.
Sara.— A mí
me duele... Yo no sé qué siento adentro... pero esas cosas de tu madre se me
revuelven... me desesperan.
Fernando.— Yo
no sé qué le pasa a mi madre.
(Los sirvientes se acercan desde la cocina)
Teod.— ¿Me
permite que le diga unas cuantas cosas don Fernando?
MdeL.— ¿Y a
mí?
Ladi.— Hasta
yo voy a hablar.
Fernando.— Hablen.
Ustedes saben que para mí han sido amigos siempre. Tú, pollo fino, más que
cualquiera.
Ladi.— Se
agradece. Usted sabe también que en mí puede confiar.
Fernando.— Digan.
¿Qué le pasa a mi madre?
Ladi.— Doña
Rosa... Mejor es que hable Teodora.
Teod.— Sí,
señor. A la más vieja se le perdona si mete la pata. (Pausa).
Fernando.— ¡Habla,
Teodora!
Teod.— Con
perdón de la niña. Mejor con usted solo.
Fernando.— ¿Te
importa, Sara?
Sara.— ¿Qué
me va a importar? En esta casa para todos soy un estorbo. Me voy hasta la
orilla del río, a mirar el agua. (Sale hacia el fondo).
Ladi.— No
se ponga brava, flor de jazmín. Todos aquí la queremos.
Sara.— ¡Adiós!
(Sale). (Pausa).
Fernando.— Bueno.
¿Qué fue?
Teod.— ¡Habla
tú, Ladislao!
Ladi.— No.
Usted.
Teod.— Lo que
le pasa a Doña Rosa es que...
MdeL.— Está
celosa.
Teod.— Desquiciada
de la cabeza.
Ladi.— Embrujada
de amor malo.
Fernando.— ¿Creen
que me quiere como si... como si no fuera... que está enamorada?... ¿que me...?
¿que se ha olvidado de que es mi madre?
Ladi.— Está
enferma de mala pasión.
MdeL.— Suspira
siempre. ¡Mi Fernando, mi amor!
Teod.— Dormida
lo nombra.
MdeL.— En
sueños siente que usted está con ella.
Fernando.— ¡No
puede ser verdad!
Teod.— Yo la
he mirado entre las sábanas gritando el nombre de sus sueños.
Fernando.— ¿Y
el sueño era?
Teod.— Sí. El
sueño era el hijo como hombre.
Fernando.— ¡No
puede ser verdad!
Ladi.— Con
su permiso, don Fernandito. Decir que no, es una tontería. Lo que hay que hacer
es pensar.
Fernando.— ¿Y
tú crees que yo no estoy pensando desde hace muchos meses?...
(Aparece Sara y va rápida hasta abrazar a Fernando).
Sara.— ¡Ya
pasó la tormenta! Ya estoy otra vez alegre y tranquila. ¿Vamos, mi amor?
¿Llegamos hasta el río? Estaba allá a la orilla del agua y sentí que te
necesitaba.
Fernando.— Vamos.
(Pero se detiene ante la palizada porque Sara habla alegremente, mientras los
sirvientes hacen gestos de negativa y de tristeza).
Sara.— ¡Mira
qué lindo! Casi igual al de mi tierra. Pero no... El cielo de mi tierra es como
eso, pero con mil colores más. ¿Te acuerdas?
Fernando.— ¡Mi
alma! ¿Que si recuerdo?... Yo llegué a tu pueblo a esta hora más o menos.
Sara.— (Interrumpiéndolo
cariñosa). ¿Recuerdas? En aquel caballito amarillo.
Fernando.— Y
tú en la ventana con un jazmín en el cabello, mirando las gentes.
Sara.— Esperándote
a ti.
Fernando.— Y yo buscándote.
(Tras la palizada aparece Mindongo. Trae entre las
manos un ramo de campánulas azules).
Mindongo.— Buenas
tardes. (Todos lo miran. Ladislao se acerca).
Ladi.— Desde
hace muchos días no lo mirábamos por aquí, viejo. ¿Esas flores?
Mindongo.— Niñas
que crecen en la montaña. Niñas sin nombre.
Fernando.— Nunca
había visto flores como esas.
Mindongo.— Son
flores que no se dan sino a Mindongo. Flores...
Fernando.— ¿Cómo
se llaman?
Mindongo.— Le
dicen flor del sueño, rosita de la muerte, campanillas de sepultura... Me las
pidió Doña Rosa. Cumplo el encargo.
(Teodora se las arrebata).
Teod.— ¡Son
flores malas!
Mindongo.— ¡Dámelas.
(Forcejea con Teodora por quitarle el azul racimo de campánulas). Dámelas.
Ellas son el poder de Mindongo. Tendré la flor de Rosa. Dámelas!
Teod.— Son
flores de veneno.
Mindongo.— ¡Dámelas!
Teod.— ¿Para
qué las quiere Doña Rosa?
Mindongo.— ¡Dámelas!
Fernando.— ¡Dáselas,
Teodora! Si son flores de veneno ¿qué importa?... Cualquiera cree que Mindongo
es un criminal.
Teod.— Son
flores malas...
Fernando.— Dáselas
(Así lo hace Teodora). ¿Qué vas a hacer con esas flores Mindongo?
Mindongo.— ¿Qué
voy a hacer?... Me las pidió Doña Rosa. (Oscuramente sentencioso). En estas
campanitas está el poder del negro Mindongo.
Fernando.— ¿Para
qué las quiere mi madre?
Mindongo.— ¿Para
qué?... Para envenenar... el agua de un pozo.
Fernando.— ¿Qué
pozo?
Mindongo.— Eso
digo: ¿qué pozo?... Un pozo que ella quisiera cegar... Un pozo de agua clara.
Fernando.— Un
pozo de agua clara...
Mindongo.— Sí:
un pozo...
Sara.— ¿Qué
te pasa, Fernando?
Fernando.— Un
pozo de agua clara...
Sara.— ¿Qué
es mi hijo?... ¿qué tienes?... Estás pálido...
Fernando.— Es
como si... Me parece que recuerdo... Una sombra... un recuerdo... una sombra...
Sara.— Vámonos
hasta el río, hasta el puente. Miramos correr el agua y el brillo de las
sardinas.
Fernando.— (Besando
a su mujer). Un pozo de agua clara...
Sara.— (Asustada).
¿Qué dices?
Ladi.— Y
dentro brincan sardinitas alegres.
Teod.— Pozo
claro que quieres cegar la maldad.
Sara.— ¿Qué
dicen todos ustedes? ¡Dios mío!
MdeL.— Florecita
de jazmín.
Fernando.— ¡Mindongo!
Mindongo.— ¡Don
Fernandito!
Fernando.— ¿Cuántos
años tenía yo cuando murió mi padre?
Mindongo.— Pequeñito
estaba. Mamaba todavía.
Fernando.— Todavía,
¿verdad? Y sin embargo... como pozo claro era mi padre. Estoy seguro.
Sara.— (Gritando).
¿Qué dices?
Fernando.— Lleva
sus flores a Doña Rosa.
Mindongo.— (Cariñoso
habla al racimo azul). ¿Ves campanita? Una flor por la otra (Saliendo). Una
pequeña campanita azul por la flor, por aquella flor mía. Dando y dando.
Sara.— (Abrazada
a Fernando) ¡Qué horror!, qué horror, mi vida! ¡Dime que no es verdad!
Fernando.— ¡Tú
estás conmigo!
Sara.— ¡Dime
que no es verdad!
Fernando.— Tranquilízate
¡Estás conmigo!
Sara.— ¡Qué
horror!, ¡qué horror, mi vida! (Llora desconsoladamente sobre el pecho de
Fernando y calma poco a poco su angustia. Exquisita, plena de triste ternura,
mira a su marido).
¡Contra esto no se puede luchar! ¿verdad?
Es la ley de la vida ¿verdad? Tenemos que sufrir.
Así nacimos: rotos de tristeza y de cariño. Así
nacimos...
Fernando.— Tranquilízate.
Estás conmigo.
Sara.— A
pesar de todo, esto se parece mucho a la felicidad (Fernando sujeta la cintura
de Sara. Despacio, caminan hacia el banquillo rústico, a la sombra del
matapalo. Allí descansan).
Ladi.— (Sonriendo).
Fíjate, María La Luz. Fíjate, María La Luz.
MdeL.— Fíjate
tú. Aprende lo que es un hombre cariñoso.
Ladi.— ¿Es
que yo no soy cariñoso? (Abrazándola). ¿Es que yo no sé abrazarte y besarte?
MdeL.— Fíjate
en él. ¡Dulcito!
Ladi.— Es
blanco, dulce. Yo soy negro, amargo.
MdeL.— Amargos
me gustan a mí.
(Por la
derecha aparecen Rosa y Mindongo. La presencia de la madre rompe la frase
amorosa comenzada por Fernando).
Fernando.— Al
lado tuyo la vida se aquieta. La rosa del amor abre sus... (Al mirar a la
madre, calla. El silencio mueve sus alas sobre la escena. Rosa avanza con pasos
de gata, cautelosa, mintiendo ternura en todos sus movimientos. Tras ella,
Mindongo parece saludable, joven gallo de plumas oscuras y brillantes).
Rosa.— Al fin
y al cabo es satisfactorio para una madre ver al hijo feliz.
Mind.— La
niña es como el lucerito de la mañana.
Rosa.— Debe
estar satisfecha una madre cuando mira a su hijo bien querido.
Fernando.— ¡Madre!
Tenemos que hablar con usted.
Rosa.— Tú
hablas conmigo cuando quieras, como quieras.
Fernando.— Tenemos
que hablar contigo Sara y yo.
Rosa.— Perfectamente.
(Lleva una silla cerca de ellos y se sienta). Pero... si quieren referirse a...
al disgusto de antes... no. Te ruego que olvides, Fernando: ¡estoy tan nerviosa
desde que ustedes llegaron!... Francamente: sé que me pongo en ridículo... que digo
cosas que no se miran bien en una madre. ¡Perdóname, Fernando!... ¡Estoy acostumbrada
a vivir sola. Todo el tiempo que tú estuviste fuera me sostenía el pensamiento
de que regresarías. Eso hacía que... Ni sé lo que digo. Antes no estaba sola
porque pensaba que tú venías y ahora, tú estás aquí con esta niña y sí que
estoy sola, por Dios! (Llora duramente, como un hombre, rompiéndose contra el
dolor). ¡Terriblemente sola!
Fernando.— (Acercándose
a Rosa). ¡Madre! De verdad, usted está nerviosa. ¿Por qué se empeña en buscarse
preocupaciones?
Rosa.— Perdona,
Fernando. No debo meterme a hablar cosas que te duelen.
Fernando.— ¡Madre!...
Rosa.— Pero
voy a volverme loca si no encuentro remedio para esta angustia. (Con penoso
trabajo). Sé que tu mujer es buena contigo, que te quiere, pero yo...
Sara.— Doña
Rosa. Vamos a olvidar las dos lo que ha sucedido. Yo también he sido violenta.
Fernando.— Vamos
a querernos quietamente los tres... El hombre se siente bien entre sus dos
amores: la madre, la mujer.
Rosa.— ¡Si
pudiera olvidarse la madre de que también es mujer!
Sara.— ¡Vamos
a olvidar todo! (Con repentina seriedad). Yo también voy a ser madre. (Al oír
la noticia que da Sara, Fernando y doña Rosa se asombran. Fernando feliz, doña
Rosa como si sintiera una puñalada).
Fernando.— ¡Un
hijo!
Rosa.— ¡Madre
tú también!
Sara.— Sí:
madre. ¿No soy mujer?
Rosa.— No
basta ser mujer.
Fernando.— (Abrazado
a Sara) ¡Gran día de felicidad!
Rosa.— Sí.
Debemos celebrarlo. Vamos a comer aquí, al aire libre; tomamos vino viejo. Unos
tragos de brandy. Vamos a celebrarlo.
Sara.— Sí,
vieja (Abrazando la fría severidad de Doña Rosa) ¡Y a olvidar!... No recuerde
más que a su nieto. Se lo tengo guardado. Bien guardadito. ¿Me da un beso?
Rosa.— ¡Déjate
de tonterías! Vamos a arreglar la mesa. ¡Ladislao! ¡María de la luz! Teodora!
¡Traigan la mesa pequeña del comedor! ¡El mantel nuevo! ¡Las sillas!
Fernando.— ¡Un
hijo!
(Fernando mira en arrobos el cuerpo maduro de su
mujer. Ella se entrega dulcemente a su mirada. Doña Rosa va de uno a otro lado
inquieta y dolorosa, como herido animal).
Rosa.— ¡Un
hijo! ¡Un hijo!
(Los sirvientes traen la mesa, los manteles. Rosa y
Sara intervienen en el arreglo sin dejar de contestar a ratos las preguntas de
Fernando).
Fernando.— ¡Un
hijo, mi vida! ¿Qué será cuando crezca?... ¿Marino como tu padre? ¿agricultor?
Sara.— ¿No
sabes si será hembra o varón y ya estás pensando?...
Rosa.— No
sabes siquiera si morirá pequeño... o al nacer...
Sara.— ¿Por
qué ha de morir?
Teod.— ¡Caramba!
MdeL.— ¡Dios
lo salve!
Sara.— A mí
me gustaría que fuera niña.
Fernando.— También
sería bueno una mujercita.
Ladi.— Mejor
varón.
Mind.— Es
menos peligroso en esta casa.
Sara.— Si
fuera una muchacha te cuidaría cuando yo ya no estuviera.
Fernando.— ¡Cuando
tú no estuvieras!... (Tiernamente). Vamos a cambiar de pensamiento. Quieta...
yo te defiendo.
Rosa.— ¡Bueno.
Listos! Abre el vino Ladislao.
Caracas,
1944.
Revista Nacional de Cultura Nº 45. Caracas (Julio y agosto 1944)