OBITUARIO
(Caracas, 1984)
OBITUARIO
Se estrenó en la sala de exposiciones de los Espacios Cálidos, del Ateneo de Caracas como teatro no convencional. Abril 1984.
Con el siguiente elenco:
CELESTINO -------------------- Sebastián Falco
EMILIO -------------------------- Enrique Marcano
ISABEL -------------------------- Yajaira Salazar
VÍCTOR ------------------------- Javier Moreno
FEDERICO --------------------- Gustavo Castro
SILVIO --------------------------- Marco D’ León
ADELINA ------------------------ Maigualida Escalona
Producción: José Simón Escalona
Bajo la dirección de su propia autora.
Esta obra se inspiró en una vieja pianola de utilería que descansaba en un depósito, en unos trajes muy viejos y en el sonido de la sonata para piano de César Frank. Luego, las lecturas sobre Carl Gustav Jung fueron dando forma a este más que libreto de teatro guión de acciones que desencadenan nuestro inconsciente colectivo.
OBITUARIO participó en el VI Festival Internacional de Teatro de Manizales, Colombia en 1984.
En la ventisquera
a plomo firme en el piso
rompiendo el empeine
queriendo afincar abajo
afloran las mareas
las embarcaciones, las olas.
CUANDO EL PÚBLICO ENTRA:
Celestino vestido de flux negro, camisa blanca almidonada y corbata larga, negra, igual que los zapatos. Va guiando al público con una vela desde la entrada del teatro hasta sus respectivos puestos. El aspecto de Celestino no es tenebroso sino más bien triste y con una beatitud simpática y correcta.
Coloca al público en cierto orden a cierta distancia de una mesa redonda con mantel oscuro unicolor. No hay sillas alrededor de la mesa. El público entra a oscuras y va adivinando el entorno gracias a la vela del actor.
CUANDO EL PÚBLICO QUEDA TOTALMENTE UBICADO EN SU PUESTO:
Queda cerrado el círculo de su disposición.
El actor deja descansar la vela sobre el platico en el centro de la mesa. Se dirige a la derecha donde se encuentra una puerta muy larga y angosta con postigo y pintada con varias manos de pintura de óleo azul. Luego de mirar por el postigo, abre la puerta.
Entra Emilio, vestido igual que Celestino y con sombrero negro en las manos-lo hace girar nerviosamente-.
El público siente que va a comenzar el velorio.
Mientras Emilio habla, Celestino no le presta mucha atención, aunque sin ser grosero, se preocupa más por tomar el sombrero de Emilio y colocarlo en un asiento vacío que se ha dejado dentro del público –que permanece en tiniebla al igual que los muertos, observando ansiosamente un rito íntimo-. También mientras Emilio habla, Celestino abre la puerta azul y comienza a sacar, una por una, cinco sillas de madera pintadas con pintura opaca marrón.
Emilio habla y entrecorta su texto para ayudar a ubicar las sillas alrededor de la mesa.
EMILIO.- (Hablando desde que entra) Me detuve terminando de cerrar… Había mucha gente. Con el tiempo me he vuelto un poco lento. O es que me entretengo en tonterías. Todos los días haciendo lo mismo y todos los días me tardo más. Cuando no llega uno cualquiera a contar… y me quedo escuchando. Eso me pasó hoy, como siete historias, cada una más interesante que la anterior. Y la gente se contagia, y cada uno echa su cuento… Yo no, porque me gusta oír. Pero de todas maneras se pierde el tiempo, aunque sea escuchando. Sí, siempre se aprende algo, pero claro, los cuentos más interesantes siempre son mentiras. Qué puede aprender uno de esos (Suspira) Al menos queda el gusto. Pero se va perdiendo el tiempo. Me entrego, eso es todo. Me he enviciado.
Ya las sillas están colocadas alrededor de la mesa, la vela arde. Celestino algunas veces le ha sonreído a Emilio para darle a entender que lo comprende, parecen dos buenas personas.
EMILIO.- (Señalando el asiento donde reposa el sombrero) Me voy a quedar sentadito allá, junto a mi sombrerito. Hoy no quisiera intervenir. Claro si falta alguno ya estoy aquí, presente, pero si no… yo escucho, ahí mismo. S tengo que intervenir, cualquier cosa, saben dónde encontrarme, allí, oyendo. (Va y toma su sombrero, lo trae y lo coloca sobre una de las sillas recientemente aparecidas en escena. Cuando se comienza a devolver para sentarse junto al público dice muy bajo): Es que traje alguito, y me da pena.
Emilio se sienta y tocan la puerta. Celestino va hacia la puerta azul. La abre, se santigua –sin que el público vea el contenido interior de la puerta- y sale, cerrando la puerta. Al mismo tiempo entran Víctor, Federico y Silvio vestidos al mismo estilo de los anteriores pero sólo varían los colores de sus flux –no el de sus corbatas negras- siempre colores oscuros y opacos. Detrás de ellos entra Isabel Fernández, mujer agria cuyo único encanto es un pequeño sombrerito con pajaritos.
Se sientan en las sillas. Isabel saca una lista de nombres y comienza a leerla monótonamente, al igual que Víctor le responde con la misma cadencia.
ISABEL.- Justino Perdomo.
VÍCTOR.- 5%. Debe todavía. Anótalo. (Ella raya)
ISABEL.- Víctor Urgalles.
VÍCTOR.- Ya pagó. Táchalo. (Ella raya)
ISABEL.- Marcelino Compadre.
VÍCTOR.- 5%.
ISABEL.- Ermógenes Utáriz. (Pausita) Pedro Montes: el locutor.
VÍCTOR.- 5% cada uno.
ISABEL.- Silvio Salgado.
VÍCTOR.- 7%.
ISABEL.- Pero es buena paga.
VÍCTOR.- No se puede uno arriesgar.
ISABEL.- Con Emilio no hiciste lo mismo.
VÍCTOR.- Emilio siempre está presente.
ISABEL.- Pero su panadería está en quiebra.
VÍCTOR.- (Ordenando) Silvio Salgado 7%.
ISABEL.- (Doblando la lista) Después no digas que no te lo advertí.
VÍCTOR.- Está bien. 5% para Salgado y 2% para Isabel Fernández.
ISABEL.- (Incrédula) ¿Yo? Yo no he pedido nada.
VÍCTOR.- Lo que me debe Salgado… No me gusta perder en mi negocio.
ISABEL.- (Anota) Salgado 8%. Así me queda uno para mí.
FEDERICO.- (Molesto) ¿Podemos empezar?
VÍCTOR.- ¿Por qué tanto apuro?
FEDERICO.- Quiero hacer otras cosas y esto se lleva tiempo.
VÍCTOR.- Esto no puede ser apurado.
FEDERICO.- Por eso, empecemos de una vez y dejen sus negocios para antes o después y no para ahora.
SILVIO.- (Distraído) Ya esto parece un garito.
ISABEL.- (A Silvio) Usted tiene una gran imaginación. Ver en esto algo divertido.
SILVIO.- No me ha entendido usted, señora, me refiero a lo desagradable.
FEDERICO.- Empecemos, por favor.
VÍCTOR.- Con calma, señores. Si empezamos con estos apuros ni se imaginan hasta donde se puede llegar.
ISABEL.- A la nada.
VÍCTOR.- (Empezando) Tomémonos las manos (Pausa) ¿Falta alguien?
ISABEL.- (Agria) Sí.
VÍCTOR.- (Observando el sombrero sobre la silla) Emilio.
EMILIO.- (Desde su puesto) He preferido quedarme aquí. Hoy no me siento como siempre. Me duele un poco algo por dentro.
VÍCTOR.- (A Isabel) Llama a Celestino.
ISABEL.- Se acaba de acostar.
VÍCTOR.- No podemos empezar si falta uno.
FEDERICO.- Llame usted a Celestino.
SILVIO.- (Siempre distante y divertido) Pero él no sirve. Ustedes no se dan cuenta de que…
VÍCTOR.- (Interrumpiéndolo) Señor, Emilio, no se sentirá usted mejor como para poder empezar. Junto a nosotros.
EMILIO.- (Niega con la cabeza)
ISABEL.- (A Silvio, casi en secreto) Seguro que trajo algo.
SILVIO.- (Cínico) Él siempre trae alguito.
FEDERICO.- Pero Silvio tiene razón, el pobre Celestino es mudo.
VÍCTOR.- Pero su alma no. Ni siquiera su espíritu.
FEDERICO.- También sordo.
VÍCTOR.- Igual llamen a Celestino.
Se abre la puerta. Entra Celestino trajeado con ropa de dormir donde se nota un muy bonito escapulario colgándole del cuello.
ISABEL.- Siéntate aquí. (Toma el sombrero que descansa sobre la silla y se lo lanza a Emilio. Emilio se levanta de su puesto para recogerlo del piso y vuelve a su puesto no sin antes decir):
EMILIO.- Gracias, es importado sabe. Mexicano. Difícil de conseguir. Un regalo. Sin precio… Gracias, lo tomaré en cuenta.
ISABEL.- No hay de qué.
VÍCTOR.- (Sienta a Celestino que ha permanecido parado) No olviden que no oye, que no habla, mímica por favor.
Todos se toman las manos. Se comienzan a apretar como si se pasaran una fuerza o una intensidad. Aprietan con tal fuerza que Isabel comienza a gemir pero sigue apretando. Los gemidos y apretones van pasando a Celestino. A Silvio. A Federico. Hasta llegar a Víctor quien con voz fuerte y soltándose:
VÍCTOR.- ¡¡Carajo!!
ISABEL.- Ya casi entraba en trance.
VÍCTOR.- Las cosas son como son. Sin apretar.
Vuelven a agarrarse las manos. Isabel, Federico, Celestino y Silvio se aprietan y gimen hasta más no poder. Esto no sucede con Víctor.
VÍCTOR.- (Sin soltar y con los ojos cerrados). Dejen la vaina. Se los advierto. Así no vamos a conseguir ni que el diablo… (Se apaga la luz)
ISABEL.- (De súbito) Jesús, María y José.
VÍCTOR.- (En oscuro) ¿Quién sopló? (Pausa) ¿Quién coño sopló la vela? (Pausa) El que lo hizo que saque un fósforo y encienda… Coño, que no quiero llegar a la ira. Cuento tres y llevo dos. (Pausa) Uno… dos… y…
Se enciende la luz gracias al fósforo que encendiera Emilio. Se observa que han desaparecido Isabel, Federico y Silvio. Sobre una de las sillas descansa el sombrero de Emilio.
EMILIO.- Seguro se asustaron… Yo no fui, pero como no veía a nadie y usted dijo hasta tres, y como nadie encendía. Yo encendí para que no fuera a creer que…
VÍCTOR.- Sáquelos del armario.
Emilio se dirige a la puerta azul y va sacando –literalmente hablando- a Isabel, Federico y Silvio que confundidos tiemblan a un solo ritmo.
EMILIO.- Aquí están, menos Celestino. (Cierra la puerta).
VÍCTOR.- Búsquelo en su cuarto.
Emilio vuelve a abrir la puerta azul, saca a Celestino de su cama. Celestino entra muy tranquilamente, mientras que Federico, Isabel y Silvio son colocados por Emilio en sus puestos. Tiemblan. Emilio tocando su sombrero se queda parado junto a ellos.
VÍCTOR.- De seguir este desorden no tendré más remedio que suspender la sesión.
FEDERICO.- No lo hagas.
SILVIO.- No lo hagas.
ISABEL.- No lo hagas.
VÍCTOR.- ¿Qué les pasa?
TODOS LOS ANTERIORES.- Estamos en trance.
VÍCTOR.- No volvamos a empezar, saben que sólo entra en trance una sola persona, no tres.
EMILIO.- (Malintencionado) Estos tres valen por uno. (Avergonzándose y dirigiéndose a su puesto vacío). Yo estoy en aquella sillita, si me necesitan para algo, con llamarme tienen. Pero yo prefiero estar allá. Usted sabe la salud es lo primero. Y eso sí, no se sienta solo. Allí estoy yo, y aquí le dejo a Celestino, por los demás… aquí también. (Se sienta).
SILVIO.- (Excusándolo) Vaya, vaya.
ISABEL.- Uno con el infinito.
ISABEL.- Por favor dígale que toque la pianola. (Señalando a Celestino).
VÍCTOR.- Sabes que no sabe.
ISABEL.- Se lo suplico.
VÍCTOR.- Que no puede.
Celestino se levanta, va hacia la puerta azul, la abre, vemos una pianola viejísima, va, busca su silla y la coloca frente a la pianola y en el marco de la puerta, comienza a tocar.
VÍCTOR.- (Alarmado). ¿Qué número va a salir?
SILVIO.- El trece.
VÍCTOR.- ¿Los caballos?
ISABEL.- (Encantada por la música) Primera el doce, segunda el uno, tercera el doce, cuarta el uno, quinta el doce, sexta el uno.
TODOS LOS ANTERIORES.- Quiero irme.
VÍCTOR.- ¿Qué?
TODOS LOS ANTERIORES.- Quiero irme.
VÍCTOR.- ¿Dónde?
TODOS LOS ANTERIORES.- (Señalando la pianola) Allí.
Comienzan a moverse como una sola masa señalando la pianola.
VÍCTOR.- ¿Qué debo hacer para ser rico?
ISABEL.- Nada.
VÍCTOR.- ¿Nada?
EMILIO.- (Incorporándose y subiéndose a su silla) ¿De qué voy a morir?
ISABEL.- De aburrimiento. (Cambiando bruscamente se coloca a un lado de la pianola, frente a la hoja de la puerta y comienza a cantar la peor aria de ópera… Y ya amenazante) Van a morir de aburrimiento.
Los actores aburridos por el canto buscan sobrecogerse junto a la mesa. Todos tiemblan. la puerta comienza un forcejeo como si se la quisiera tragar, como si se quisiera cerrar. Isabel se resiste pero la pianola retrocede y la puerta se cierra llevándose súbitamente y agresivamente a Isabel y a Celestino.
Luego de una pausa, los actores se sientan alrededor de la mesa, menos Emilio que continúa en su puesto, se arreglan y esperan como si todavía pudiera abrirse la puerta. Víctor se santigua frente a los presentes.
FEDERICO.- Isabel siempre quiso ser cantante.
VÍCTOR.- Por eso se cree con derecho para atormentarnos.
SILVIO.- (Aún nervioso) Juguemos un poco… Para relajar las tensiones.
VÍCTOR.- Yo ya me estoy acostumbrando. (Saca unas barajas de su saco. Comienza a barajear).
Se juega mientras se conversa y se juegan hasta cuando pasen otras cosas en escena. El juego no se detiene, ni su argot, ni los movimientos característicos, se juega a la baraja.
SILVIO.- ¿Treinta y uno?
FEDERICO.- ¿Con real?
VÍCTOR.- ¿Y de dónde lo vas a sacar?
SILVIO.- Con las barajas tenemos.
Juegan pero tocan a la puerta. Federico se va a levantar para abrir pero Emilio lo detiene.
EMILIO.- (Incorporándose) No, no juegue. Yo abro. (Va y abre… No hay nadie. Emilio se asoma. Cierra la puerta. Extrañándose) No hay nadie.
Los otros hacen mucho caso. Juegan, Emilio se acerca a ellos y observa el juego.
VÍCTOR.- Isabel no era así. Ha cambiado mucho.
EMILIO.- Desde que yo la conozco siempre ha sido igual
VÍCTOR.- Es que usted no la conoció nunca.
Federico y Silvio se esmeran por hacer trampa.
SILVIO.- Me quedo.
Tocan de nuevo la puerta. Emilio va y abre… no hay nadie.
EMILIO.- (Cerrando la puerta) Deben ser los muchachitos de la rosada. (Se aleja un poco de la puerta y apresuradamente se devuelve y abre como si quisiera capturar a alguien) Debe saber que yo… (Cierra la puerta) No tengo… (Vuelve a abrir la puerta pero no se ve a nadie. Entonces grita hacia fuera): ¿Se cansaron? (Cierra y vuelve a la mesa)
VÍCTOR.- Como le iba diciendo Emilio. Isabel recitaba y bordaba manteles que vendía su tía…
Tocan la puerta. Emilio va y abre. Sale y desde fuera habla mientras Víctor sigue hablando dentro.
EMILIO.- Estos carajitos han tocado como siete veces.
VÍCTOR.- (Tranquilo) Algún espíritu burlón. Yo también me quedo y gano.
FEDERICO.- Dos que se quedan, alguien tiene que seguir. Deme una tapadita.
Vuelven a tocar. Siguen los toquidos.
VÍCTOR.- Yo conocí a Isabel justamente cuando su tía me fue a vender uno de los manteles. (Continúa hablando aunque toque a la puerta y nadie abra) Y ahí mismo me dí cuenta de la calidad del bordado. Le pregunté a la tía si era importado y ella muy ufana me dijo que eran de Isabel.
FEDERICO.- Ustedes no se plantan si no es con treinta. Dame otra.
Siguen los toquidos. Los personajes hablan alto para oírse.
SILVIO.- (A Emilio) ¿Cómo que están tocando?
VÍCTOR.- (En su cuento) Yo inocente… “Con Isabel no se muere nadie de hambre”.
SILVIO.- (Nervioso) Señor Emilio, ¿por qué no abre la puerta?
EMILIO.- (Tranquilizador) Juegue, juegue tranquilo y olvídese.
VÍCTOR.- (Ríe) La tía gritaba que más muerta de hambre era mi pobre madre. Que descansaba en paz ya para esa época.
SILVIO.- (Molesto) Los toquidos. (Se levanta, abre la puerta y sale. Los toquidos se detienen por un instante pero al rato comienzan más desesperados).
EMILIO.- Siga, siga… Iba porque su anciana madre que en paz descanse ya se había muerto y la tía gritaba que se había muerto de hambre.
VÍCTOR.- (Más entusiasmado, por encima de los toquidos) Gritaba todo lo que le daba la gana. Gritaba más que Adelina. Así conocía a Isabel. Y entonces muerta la tía del disgusto y como Isabel no quería hacer más manteles, pues me la traje.
FEDERICO.- Me fui… ¿Y Silvio? (Ve las barajas de Silvio, se molesta, va y abre la puerta, no ve a nadie, sale y grita desde afuera): Vayan a tocar al…
Emilio va y cierra la puerta, antes de que la frase concluya.
EMILIO.- (Disculpándolo) Ponen nervioso a cualquiera.
VÍCTOR.- (Viendo las barajas) Este Silvio, se quedó con veintidós. (Toma otra carta escogida del montón y se la sobre las suyas. Hace trampa. Ahora viendo que se ha quedado solo con Emilio). Emilio.
EMILIO.- (Acercándose). Usted diga.
VÍCTOR.- (Alegrito) ¿Usted trajo alguito?, ¿verdad?
EMILIO.- (Igual) Un poquito nada más… ¿Usted quería?
VÍCTOR.- ¿Pero tendrá suficiente como para regalarme un poquito?
EMILIO.- Como no. Si me espera un momentico, voy afuera y se lo traigo. ¿Puedo?
VÍCTOR.- Si todos han desobedecido. ¿Por qué no va a poder salir un momento usted? Vaya, vaya.
Emilio sale por la puerta azul y queda Víctor solo, recogiendo las barajas.
Tocan suavemente la puerta.
VÍCTOR.- Pase.
Sorpresivamente se abre la puerta –hay brusquedad en el hecho- en el umbral está Adelina vestida con un vestido de pepas rosadas sobre un fondo verde. Forcejea con su boca. Ambas manos están en su boca deteniendo gritos e improperios.
ADELINA.- Odio, odio y odio. Es el único sentimiento seguro que tengo en el estómago. (Prende la luz eléctrica).
VÍCTOR.- (Tranquilo) Vamos a cacarear.
ADELINA.- No voy a decir nada.
VÍCTOR.- No me hagas tan feliz. Dí… dí todo lo que quieras.
ADELINA.- No voy a decir ni una sola palabra.
VÍCTOR.- Mejor. Te quedarás callada como Dios manda hasta que terminemos.
ADELINA.- No… ¿Cuándo van a terminar? En eso se han pasado toda la vida.
VÍCTOR.- Respeta, respeta, Adelina.
ADELINA.- ¿Respetar qué? (Entre dientes) Todas las noches la misma sordidez. Los mismos galafatos reunidos, perdiendo el tiempo. Descubriendo un no sé qué que no los lleva a ninguna parte.
VÍCTOR.- Dijiste que harías silencio.
ADELINA.- Y no voy a hablar. (Se sienta en una de las sillas y se tapa la boca).
(Pausa. Víctor la observa)
VÍCTOR.- (Ceremonioso) Si tú pudieras comprender. Si no fueras tan irrespetuosa. Estoy seguro que me acompañarías aquí y me ayudarías.
ADELINA.- Con la vieja bruja de Isabel creo que tienes bastante.
VÍCTOR.- No, no es bastante, porque esto es un acto de fe, que necesita de todos.
ADELINA.- (Despectiva) A mí nunca me tendrás invocando como una gitana, ni bailando al son que me toquen esos bandidos.
VÍCTOR.- Entonces, ignóranos, por favor, no vengas aquí cuando estemos reunidos.
ADELINA.- Cómo quieres que me tape los oídos para no oír los gritos de aquí, para no oír los chillidos y las animaladas que llegan a mi cuarto. Cómo hago para no ver cómo prenden y apagan las luces, prenden y apagan las velas. Abren y cierran puertas, abren y tiran puertas. Lanzan puertas con música. Con barajas y apuestas y todo. (Comienza a romper las barajas).
VÍCTOR.- Deja eso ya.
ADELINA.- ¿Por qué no puedo? Puedes imaginar que estoy poseída al igual que te actúan esos borrachos.
VÍCTOR.- Deja ya, que ni siquiera toman.
ADELINA.- Agua. ¿Qué crees?, ¿que yo no sé? Y el movimiento de botellas y vasos que tiene Celestino en el pasillo. Y lo del viejo Emilio.
VÍCTOR.- Aquí no se toma. Todo es un acto de…
ADELINA.- ¿Negocios? Já. (Se levanta y lanza los restos de barajas al pecho de Víctor) Estoy harta. No soporto un día más. O me voy o me vuelvo loca. Y me voy a ir. Lo van a lograr.
VÍCTOR.- (Recogiendo los pedazos de baraja) Me parece lo mejor.
ADELINA.- Pero no creas que me voy a ir así. No, primero corro a esa cuerda de locos, y acabo de una vez por todas con tus manías.
VÍCTOR.- Adelina, tú sabes que yo tengo mucha paciencia. Que nunca te he alzado la mano.
ADELINA.- (Cínica) ¿Me vas a pegar?
VÍCTOR.- No te voy a pegar, pero sólo te digo que ya tú eres una mujer grande, hecha y derecha, y que si no te gusta lo que ofrecemos aquí, pues puedes irte. El mundo es amplio, grande. A nadie se le niega un pedazo de pan. A nadie le falta Dios.
ADELINA.- (Fastidiada) Sí, yo sé que en cualquier parte es mejor que aquí. Pero tampoco les voy a dejar el campo libre para que lo incendien, o cualquier necedad que se les ocurra.
VÍCTOR.- Adelina, al menos ahora, vete a tu cuarto. Déjanos terminar esta noche y hablamos mañana con calma.
ADELINA.- No tengo sueño. (Volviéndose a sentar) Además vine a que se acabara esto, y no me voy a ir hasta que se acabe.
VÍCTOR.- Esta noche no. Mira esto es peligroso para los iniciados, podría entrar un espíritu…
ADELINA.- Si al menos se me metiera el diablo.
VÍCTOR.- (Alterado) Adelina, ya basta. Te vas o corres con las consecuencias.
ADELINA.- (Ya gritando) Me quedo y los que se van son ellos.
VÍCTOR.- (Alterándose cada vez más) ¡Mujer del demonio, sal! (Va y abre la puerta, en el umbral vemos una olla de aluminio y una cuchara de palo). Sal.
ADELINA.- (Adelantándose y tomando la olla y la cuchara comienza un sonido de percusión ascendente y rítmico). No me voy hasta que me dé la gana. Esta casa es tan tuya como mía. Y los odio, los odio y se van a ir.
VÍCTOR.- Que te vayas. Por tu bien. Mira que no respondo por mí.
ADELINA.- (Gritando hacia el interior de la puerta) Beatos malditos, vengan para que vean al Diablo… Vengan para que vean que no vuelven más nunca.
VÍCTOR.- Adelina, cállate.
ADELINA.- (Igual) Dejen las botellas.
VÍCTOR.- ¡Adelina!
ADELINA.- (A Emilio) Cría cuervos y te sacarán los ojos, ¿verdad?
VÍCTOR.- ¡Ya basta!
ADELINA.- (Cínica, casi cantando) Se puso bravo. Y cuando los locos gritan no se molesta, pero conmigo sí, la burra de carga. Pues no. (Sigue).
VÍCTOR.- Ya. (Forcejeo. Le quita la olla, le coloca la olla en la cabeza a Adelina y comienza a golpear con la cuchara. Adelina se convulsiona hasta caer en el piso y morir como mueren las aves. Mientras Víctor dentro del forcejeo y los golpes habla):
“… Después el Vaso de elección
para fundar en sólido cimiento
la fe que senda es de salvación.
¿Quién me manda ir? ¿Con qué merecimiento?
Porque Eneas ni Pablo yo soy
de ello indigno él me sabe y yo me siento.
Pues si a este viaje me abandono y voy,
temo que loca sea mi salida:
sabio, ve las razones que mal doy” (1).
Adelina muere y todos los demás personajes en la puerta forcejean con sus bocas para no gritar.
Oscuro súbito.
Dentro del oscuro se oyen los silbidos diferentes y de diferentes lugares de la sala. También se siente el fuerte y agradable olor a chocolate caliente.
Se van aclarando las imágenes suavemente y observamos a todos los personajes anteriores, exceptuando a Adelina y a Víctor, sentados en semicírculo frente al público. En sus manos tiene cada uno su respectiva taza de chocolate, y en sus hombros la cinta negra. Hay una silla vacía.
ISABEL.- La maldad es infinita. (Pausa) Tanto que llega a ser buena. (Pausa).
EMILIO.- La muerte es irremediable. Cuando llega la hora, así sea tomando agua.
(1) “La Divina Comedia” del Dante.
SILVIO.- Pero no es tan malo estar muerto, siempre pudo haber sido peor. (Pausa) Pero es el único problema que no tiene arreglo.
ISABEL.- Quizás porque no sea un problema sino una solución definitiva.
FEDERICO.- No me atraen las soluciones definitivas.
EMILIO.- Pensando en eso… Tengo una idea que me ha venido dando vueltas. ¿Por qué resolver los problemas? Así como vienen se van.
ISABEL.- ¿Y cómo solucionaría este?
EMILIO.- Este es muy especial.
ISABEL.- Yo diría que irremediable.
SILVIO.- (Distraído) Son los impulsos. Los impulsos siempre nos llevan a cometer error.
ISABEL.- Yo no veo en esto ningún error. Víctor ha actuado bajo un impulso y fue lo mejor que puso hacer.
EMILIO.- No hablen de eso.
FEDERICO.- Las cosas pasan porque tienen que pasar, eso es todo. No existe manera de detener. Todo se da, a lo corto o a lo largo. Pero certeramente.
ISABEL.- Difiero de usted. Oiga, por favor. Oiga, que es verídico.
Oímos el cuento de Isabel.
ISABEL.- Una noche. En uno de esos pueblos pobrísimos, donde no hay luz eléctrica que ahuyente los espantos. En uno de esos pueblos de una sola calle, una sola bodega y su única iglesia, me contaron, y quien me lo contó, juró por el descanso eterno de su madre, que era verídico ciento por ciento. Y el cuento se sucede en una casita de las que quedaban en el extremo del campo abierto y muy cerca del río. Donde vivía una mujer, viuda desde hacía mucho tiempo, y que tenía la costumbre de tener abierta la ventana hasta la madrugada, con una velita encendida con la que se alumbraba mientras hacía cualquier tontería. Para los viajantes que les agarraba la noche, era una aparición bendita ver la vela encendida, la ventana y la sombra de la mujer cosiendo o cualquier cosa. La casa era un farol en la noche.
FEDERICO.- Resuma, por favor.
ISABEL.- Pues bien, una noche, la señora estaba haciendo un camisón en su puesto cuando se ve venir una ancianita desde lejos. La mujer que no se ha dado cuenta, siente un fuerte escalofrío. Tiene el impulso de cerrar la ventana –y vean como hay que hacerle caso a los impulsos- pero ve llegar a la anciana y se detiene. La vieja le dice: “¿Está usted sola?”. La mujer sintió el impulso de decir que no, pero he aquí que dice: “Sí, ¿se le ofrecía algo?”. “Pues, poca cosa”, -le dice la vieja-. “El ver si me puede guardar esta vela hasta mañana. Yo la vengo a buscar a esta misma hora. A la media noche”. La mujer agarra la vela y la anciana se va, pero he ahí que la vela es un hueso. La mujer se asusta y se dirige a casa del cura, y dejándose llevar por un impulso le cuenta lo que le había pasado. El cura que era viejo y sabedor, le dice que se lleve un niño a su casa, y de venir la señora vieja hacerlo llorar. La mujer se va y en la noche se oye el tronar de un animal de cuatro patas y se oye como la mujer vieja dice: “Dame el hueso”. Entonces la mujer da una nalgada al niño que berrea como un condenado. La anciana desde afuera le dice: “”Te salvaste esta vez, por el carajito”. Y desaparece junto con el hueso. Y así se salvó la mujer del farol.
EMILIO.- Pero eso es un cuento de camino. Ya me lo habían echado otras veces.
ISABEL.- Pero no me negarás que es enigmático y explicativo.
EMILIO.- Yo prefiero el cuento del hombre que se sentaba todas las noches en un café, y decía: “Te odio”. “Algún día te mataré”.
FEDERICO.- No nombre la cuerda en casa del ahorcado.
ISABEL.- Siga.
EMILIO.- (A Federico) Usted disculpe, pero el cuento es enigmático. Porque nadie sabía a quién se lo decía. Hasta que un día alguien le preguntó: “¿A quién odia?”, y el hombre dijo, muy triste: “Ya lo maté”. Y no volvió más y la gente supuso que se había muerto.
SILVIO.- No, no, yo me sé uno que es buenísimo. La de los dos amigos que van al cementerio, porque uno le decía al otro que había visto a la novia de éste rondar por allí. Cosa que era mentira, solamente una broma, ya que la novia de éste había muerto hacía años y no espantaba. El amigo que no sabía la broma que le estaban jugando y como no podía demostrar que tenía miedo. Porque eso no es de hombre. Se arregla y se va vestido con corbata al cementerio. El amigo de la broma lo acompaña solamente hasta la puerta y una vez allí se devuelve a contar el chiste a la taguara del pueblo. Al siguiente día encuentran al amigo muerto, porque con el susto se le había quedado enganchada la corbata a una rama y él se desesperó y se ahorcó.
EMILIO.- Pero eso sí que es un cuento de camino. Porque a mí me lo echaron, pero eran tres amigos que querían demostrar que eran bien machos y entonces deciden ir a una tumba del cementerio a distintas horas y dejar una marca: un clavito. Entonces, llega el primero y deja su clavito, llega el segundo y deja su clavito. Va el tercero que ya iba bien borracho, cuando pega el clavo también engancha la corbata. Deja la corbata clavada y con la angustia se desespera y también se ahorca. Lo encuentran al día siguiente ahorcado con su propia corbata.
FEDERICO.- Pero eso, supuestamente, según el que me contaron a mí, era una niñita que la enterraron con su muñeca. Y la muñeca era de las que lloraban. Entonces se hacían las apuestas del clavito pero en esa tumba. Nadie sabía lo de la muñeca. Entonces el tercer amigo cuando vino a poner su clavito –no se sabe porqué la muñeca empezó a llorar- y entonces, el tercero, desesperado se clavó la corbata y se ahorcó.
ISABEL.- Los cuentos se van versionando, como todo.
EMILIO.- Y hay unos que se inventan. Porque yo me acuerdo cuando hacíamos llorar a la Sayona. Nos íbamos como cinco y empezábamos. El primero se paraba frente a la puerta del cementerio, una cuadra más arriba el otro, y el otro a igual distancia y así sucesivamente hasta terminar el pueblo. El pueblo era chiquito. Y empezábamos, a la una, a las dos y a las tres: Aaaaaaaaahi (Aulla) lloraba el primero. Aaaaaaaaahi (Aulla) lloraba el segundo, y así sucesivamente, que lo que se oía era un solo grito, interminable que venía del cementerio y llegaba al final del pueblo. Y a la mañana, todo el pueblo haciendo misa y santiguándose. Y nosotros: “Ustedes, anoche, ¿no oyeron un grito?”… Así se va inventando.
SILVIO.- Pero hay algo de cierto. Las cosas no se inventan así por así. Acuérdese del cuento que nos echó el señor Giovanni.
EMILIO.- ¿Cuál de todos?
SILVIO.- El del sótano en las galerías del Príncipe Humberto.
EMILIO.- ¡Ah, yo me lo sé! Pero, échelo, échelo.
SILVIO.- Bueno. Éste era un buen hombre que hacía entretenimiento en un local del sótano de las galerías del Príncipe Humberto. Se estaba haciendo rico del éxito que tenía la obra de teatro que tenía en cartelera. Pero era tanto el éxito que al hombre se le pone ampliar su local y para ello le servía mudarse a un local que estaba en el mismo sótano pero frente al suyo. Así, seguir en cartelera mientras ampliaba su verdadero local. El hombre se muda. Y he aquí que pone la obra al frente con los mismos actores, la misma obra sin cambiar una coma ni un punto… Todo igual. (Pausa suspensiva) Pero he aquí que el público no le viene. Y lo que era un éxito al frente, se transforma en un fracaso que lleva al pobre hombre a la quiebra, a la locura y a la muerte.
ISABEL.- Lo embrujaron.
FEDERICO.- Yo no creo mucho en brujos, pero de que vuelan, vuelan.
Ahora observaremos el cuento de Celestino.
Versión liberrísima del cuento de Jean Ray: “Salomé” (2).
(En un bar de mala muerte. Unas mujeres muy delgadas llaman a los visitantes moviendo sus escuálidos cuerpos onduladamente. Llega nuestro protagonista. Un hombre rico y audaz. Entra solo. Deja a sus guardaespaldas afuera. Cuando entra, la luz del bar se pone verde y comienza a bailar una de las escuálidas mujeres que lleva una espada muy larga que hace bailar sobre las cabezas de los asiduos al bar. De pronto es empujado una de los hombres al centro del escenario y la bailarina corta su cabeza. Todos gritan jubilosos. La mujer se guarda pero ahora todos los presentes observan a nuestro protagonista. Comienza de nuevo la música. Éste coloca todas sus joyas y pertenencias sobre la barra del bar pero de todos modos es empujado al centro del escenario. La mujer comienza de nuevo el baile. Y hace girar su espada por encima de la cabeza del hombre asustado. De pronto entran dos guardaespaldas y sólo sabemos del hombre que al siguiente día recibe la cabeza de la bailarina).
(2) Los últimos cuentos de Canterbury, “Salomé” de Jean Ray.
Quizás para poder dar a entender perfectamente el relato se necesita la intervención de los otros personajes con pequeñas interjecciones o frases didácticas, pero no obvias. Solamente aclaratorias.
Al terminar. Celestino descansa en la silla junto al público. Y con anticipación se han comenzado a oír sonidos detrás de la puerta. Los personajes se acercan intrigados oímos claramente a Víctor y Adelina terminando la escena que anteriormente observamos de frente. Lo que nos da a entender que el espacio se ha movido circularmente y que nos encontramos en la habitación de al lado unos minutos antes de lo que ya pasó. Luego del asesinato repetido Víctor entra arrodillado cerrando tras de sí la puerta, desesperadamente.
ISABEL.- ¡La misma escena! ¿Hasta cuándo?
VÍCTOR.- Les prohibí que me dejaran solo. es una tigra.
EMILIO.- ¿Y la dejó así, sin más?
VÍCTOR.- ¿Qué más quería que le hiciera?
EMILIO.- No, nada… preguntaba.
VÍCTOR.- Saben que no deben dejarme solo.
ISABEL.- Me estoy cansando. Que nuestras vidas se hayan unido por n designio, no quiere decir que vamos a estar toda la vida juntos.
VÍCTOR.- No les pido que hagan nada.
SILVIO.- Quiero irme.
FEDERICO.- Yo también.
ISABEL.- Así dijeron ayer.
SILVIO.- Pero hoy tengo más deseos que nunca.
ISABEL.- Eso también lo dijo ayer.
VÍCTOR.- Y antier y tras antier. Siempre dicen lo mismo.
FEDERICO.- Yo necesito hacer algo, otras cosas, y ustedes se tardan y se tardan. Yo también quiero irme.
ISABEL.- ¡Otra vez!
SILVIO.- Queremos irnos.
VÍCTOR.- (Sacando un papel de su bolsillo) Logré arrancarle un papel. (Nadie entiende a qué se refiere Víctor) No una carta. Una hoja de su diario. Pero no la entiendo.
Celestino comienza a modular el texto de la hoja que ha extendido a Víctor. Pero de su boca no sale ningún sonido, pero se oye en sonido en off de Adelina. Su dulce voz.
LA CARTA.- “C´era una volta una terra lontana lontana nella quale vivera un buon re y la sua bella regina. Il paese era in pace, i popoli vecini erano amici, sicche il re e la regina avrebbero potuto essere perfettamente felici nel loro castello in cima alla collina. E invece, per quanto si amassero teneramente per quanto fossero amati e rispettati dai sudditi, non eranno felici perché la loro vita era vuota e fredda” (3).
ISABEL.- Yo no entiendo nada.
EMILIO.- Habla muy parecido a alguien que yo he oído antes.
SILVIO.- Repito: quiero irme.
ISABEL.- (A Silvio) Ya deje eso.
SILVIO.- Repito de nuevo: Quiero irme.
ISABEL.- Me parece excesivo.
FEDERICO.- (A Víctor y refiriéndose a la carta) Significará algo importante para nosotros.
EMILIO.- (Igual) Quizás tenga la respuesta a nuestras preguntas. Podré al fin saber…?
VÍCTOR.- No sé, habrá que saber primero qué dice.
(3) La Bella Adormentata nel bosco, de Walt Disney.
SILVIO.- No voy a volver. Estén seguros.
ISABEL.- (A Silvio) No lo dejaremos entrar.
FEDERICO.- (A Víctor) ¿Y cómo hacemos para saber?
EMILIO.- (Para sí) Suena parecido a alguien que me cuenta cuentos.
FEDERICO.- (A Víctor) Pagando para que nos traduzcan.
ISABEL.- No hay dinero.
SILVIO.- Me voy.
ISABEL.- No trate de atravesar el umbral… podría encontrarse con el miedo
SILVIO.- El miedo está aquí adentro.
VÍCTOR.- No seas tan cobarde.
FEDERICO.- (Aún con la carta) Las letras son muy claras.
SILVIO.- De esperar esperaría, pero se me acabaron las esperas y la esperanza también. (Abre la puerta. Sale. Cierra la puerta).
FEDERICO.- Es inútil. No sabemos, no podemos y ya.
EMILIO.- (Resignado) No sabemos.
Víctor dobla el papel y lo vuelve a guardar en su saco. Todos se resignan a no saber.
VÍCTOR.- Se ha roto un hilo y nos balanceamos
FEDERICO.- ¿Y Silvio?
VÍCTOR.- (Respondiéndole) Se ha roto un hilo y nos balanceamos.
ISABEL.- Ha desaparecido sentidamente.
EMILIO.- Al parecer un infarto le partió el corazón en dos cuando una noche al salir se encontró a la Sayona en su puerta.
ISABEL.- Era un buen hombre.
VÍCTOR.- Sí, muy bueno… tanto, que verdaderamente…
ISABEL.- Sí, verdaderamente no se lo merecía. Era testarudo pero buena persona. Un poco tonto, pero en fin una buena persona.
EMILIO.- Gracias a Dios fue a él y no a ninguno de nosotros. Perdón, es decir, él poco importaba, él poco hacía… No era imprescindible.
FEDERICO.- Pero mañana faltará uno, y tendremos que ser todos… y uno de nosotros…
ISABEL.- Siempre sucede lo mejor.
EMILIO.- ¿No habrá otro Silvio?
VÍCTOR.- (Distraído) No sé.
FEDERICO.- Creo que debemos irnos.
VÍCTOR.- Sí, hay que irse.
EMILIO.- (Triste) Y si no hay otro Silvio.
VÍCTOR.- Sí, cualquiera de nosotros.
ISABEL.- De pronto me estoy sintiendo triste y no me gusta.
La escena va tomando un cariz melancólico ayudado por Celestino que comienza a recoger las tazas y sale por la puerta. La escena se va oscureciendo hasta ser la vela desfalleciente de la mesa la única iluminación.
EMILIO.- No tengo ya ganas ni de contar.
FEDERICO.- Lo mejor es salir, volver. Hoy ya es muy tarde.
Se dirige a la puerta. La abre y encontramos que llueve.
FEDERICO.- (A Isabel que le ha seguido) Las damas primero.
ISABEL.- Llueve infinitamente. No podemos salir.
VÍCTOR.- Esperemos entonces.
FEDERICO.- ¡Yo no puedo esperar! (Sale atravesando la lluvia)
EMILIO.- Cualquiera se ahoga con una lluvia así.
ISABEL.- Es apenas una garuita.
VÍCTOR.- Nunca hacen caso.
ISABEL.- No quieren hacer caso.
EMILIO.- Alguien lo esperaba. Alguien deseaba verlo.
ISABEL.- Pobre muerto, pobrecito.
VÍCTOR.- Deberíamos recogernos… Es un riesgo atravesar la oscuridad lloviendo.
(Pausa)
La vela ha desfallecido totalmente y solo nos importa la lluvia en la puerta.
ISABEL.- El miedo está aquí, pero no lo puedo sentir.
EMILIO.- Ni yo.
La lluvia sigue cayendo en la oscuridad de la escena hasta que haya la coreografía final.
Oscuro total y final.
Caracas, 26 de enero de 1984.
La coreografía es el movimiento de recoger los pasos de todos los personajes, en retroceso, como cuando pasamos una película de atrás para adelante, todo el ritmo de la sonata de César Frank y concluyendo en todo el elenco haciendo señales con el alfabeto de mudos diciendo: “LAS ALMAS BUENAS SE VAN AL CIELO”.
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