VICTORIA
CONTRA
LAS NUBES
Una de las Tres farsas inéditas.
En
su moderno estudio, Leonardo medita. Entra el sol por el ventanal y las cosas
se iluminan con una sonrisa. Los muebles son pocos, pero graciosos, con
atrevidas tendencias a lo sintético. Cuadros abstraccionistas en las paredes,
una que otra escultura, alguna cerámica, una o dos lámparas muy vistosas. En un
rincón, en el suelo, unos lienzos acumulados esperan la atención del artista,
mientras que en el centro del estudio un caballete muy fino, hecho de metal
niquelado, sustenta el cuadro en el que Leonardo trabaja.
Dulcemente
se marchita la tarde. Al lado del caballete, en una mesita, están los colores y
los pinceles, un paquete de cigarrillos y un encendedor de metal. Leonardo toma
un pincel y da dos o tres pinceladas breves y perezosas. Vuelve a mirar. Luego
se encoge de hombros y enciende un pitillo. Hecho esto, va a la ventana y se
queda mirando la calle.
En
este momento, sin ruidos, se abre la puerta y Victoria entra en el estudio,
fluida como un arabesco. Viste pantalones ceñidos y sueter de seda amarilla.
Sin que Leonardo la advierta, llega hasta el cuadro y se pone a mirarlo en silencio.
De pronto, su comentario retorna al pintor a la realidad.
VICTORIA.- No has adelantado gran cosa…
LEONARDO.- (Despertando de su sueño). ¡Ah! ¿Estás
ahí? (Se aproxima). No he
adelantado, pero he pensado.
VICTORIA.- Como
de costumbre… (Pausa. Luego, como
jugando a los abalorios). Pon atención y dime si estoy en lo cierto… ¿Esta
pincelada es de hoy?
LEONARDO.- No
es difícil adivinarlo; se ve que está fresca…
VICTORIA.- Esta otra es de ayer…
LEONARDO.- Esto
ya no es tan fácil… (Agradecido por su
interés, toma a Victoria de la mano y la atrae hacia su pecho) Dime: ¿por
qué reconoces mis pinceladas? ¿Es porque están más o menos frescas?
VICTORIA.- (Desasiéndose de sus brazos). No;
simplemente distingo las nuevas.
LEONARDO.- ¿Qué
quieres decir con eso?
VICTORIA.- (Sin
responderle directamente, toma un pincel y con la punta del cabo señala un
lugar del lienzo). Me gusta esta solución. (Suena el teléfono. Leonardo se mueve para atenderlo, pero ella se le
adelanta en una amplia rúbrica de <ballet>).
(Victoria
al teléfono, mientras Leonardo la observa con el ceño fruncido).
¿Hello?... (En monosílabo). Sí… No… Sí, sí… Bueno, veré…
LEONARDO.- ¿Quién era?
VICTORIA.- Carmina…
LEONARDO.- ¿Seguro?
VICTORIA.- No sé por qué lo dudas. ¿Quién supones
que sea?
LEONARDO.- No sé… ¿Qué quiere Carmina?
VICTORIA.- Invita para esta noche. ¿Te agradaría
salir esta noche?
LEONARDO.- No lo sé todavía.
(Victoria
lo mira de reojo y se pone a dar vueltas cual si sembrara margaritas con sus
pies de pájaro bailarín. Leonardo está pensativo frente a su cuadro mientras el
cristal de la abierta ventana comienza a resbalar el crepúsculo. Victoria se
detiene ante el lienzo y tiende un dedo hacia él).
VICTORIA.- ¿Cómo se te ocurrió esta solución?
LEONARDO.- Había un lindo sol; me asomé a la ventana
y me puse a mirar el cielo. Una nube gris se detuvo sobre la calle y a su
alrededor apareció un fino ribete de oro.
VICTORIA.- (Frunciendo
el ceño) ¿Fue entonces el cielo, la nube?
LEONARDO.- Déjame que te explique…
VICTORIA.- (En
crescendo de irritación) Unas veces el cielo, otras un niño o un perro que
pasan por debajo de la ventana…
LEONARDO.- ¿Me quieres oír?
VICTORIA.- ¿Para qué? Has tratado de explicármelo
muchas veces… El hecho es que siempre las ideas te vienen de fuera.
LEONARDO.- (Resignado)
Desgraciadamente tienes razón. ¿Por qué me atormentas? Bien sabes que esto me
avergüenza y me irrita. (Con
desesperación) En eso pensaba cuando llegaste… (Vuélvese a ella con cierta vehemencia cual si buscase su apoyo, mas se
contiene y torna a mirar la tela) ¿Cómo evitarlo? ¿Cómo escapar a esa
maldita atracción? Te confieso que hay veces que me siento desalentado.
VICTORIA.- (Implacable).
Porque no te concentras. Mira: haz como yo. ¡Abstráete! Domina las cosas que te
rodean… (Golpeando el piso recorre la
estancia y va enfrentándose a cada mueble en una especie de reto). Tú no
existes para mí, estúpida mesa de vidrio…; ni tú, desdichada silla de acero…;
ni tú, imbécil jarrón, con estas flores tuberculosas. Ninguno de ustedes,
muebles idiotas, representan nada en mi mente… Todos están aquí para los demás.
(A Leonardo, de nuevo). ¿Por qué no
haces así, como yo?
LEONARDO.- (Con
melancólica tolerancia). Veo que estás de mal humor; pero hablemos en
serio, Victoria. ¿Sigues creyendo que se puede extraer la belleza de la pura
imaginación, de las puras ideas?
VICTORIA.- (Categórica).
Lo creo más que nunca… Además ¿qué entiendes tú por belleza? ¿Por qué pronuncias
esa palabra como si estuvieras saboreando una fruta? Mientras no aprendas a
darle una entonación, seguirás siendo un idiota, algo así como un feto vestido
de encajes para el bautizo. Mírame a mí y oye cómo yo la pronuncio; fíjate en
mi boca, en mi lengua. (Articula la
palabra cual si estuviese rompiendo metales). Be-lle-za… ¿Has oído bien?
BE-LLE-ZA… Es una palabra sin sexo, ni masculina ni femenina, ni fea ni bonita,
ni blanca ni negra, ni con ribetes… Es solamente BE-LLE-ZA.
LEONARDO.- (Aniquilado).
Sí, ya te oigo. Te he oído mil veces lo mismo. Sin embargo, ¿de dónde sacaría
la noción del color, del matiz?
VICTORIA.- De tu cerebro. Dentro de él está todo.
¿Por qué tienes que buscarlo en el cielo?
LEONARDO.- Victoria, por favor…
VICTORIA.- (Sarcástica).
Por favor… ¿Por qué por favor? ¿Es que la luz se nos da de limosna? ¿Nos han
puesto aquí para ser esclavos? No, hijo mío: somos dueños de todo. Poseemos la
idea, el pensamiento. Todo lo demás es invención nuestra.
LEONARDO.- (Vencido).
Bueno, no diputemos más… Hemos hablado tantas veces de esto…
VICTORIA.- Sin embargo, parece que no hemos hablado
bastante.
LEONARDO.- Ya sabes que pienso lo mismo que tú.
VICTORIA.- Me lo has dicho mil veces. Pero no basta
que me lo digas; lo importante es que lo hagas. El arte es hacer, no decir.
LEONARDO.- Lo he intentado y sigo intentándolo.
VICTORIA.- ¡Mentira!
LEONARDO.- ¡Victoria!
VICTORIA.- Te irrita que sea sincera, pero no puedo
ser de otro modo.
LEONARDO.- Y yo… ¿No debo ser sincero también?
Cuando te digo que no puedo lograr… esas cosas que tú pretendes es porque
realmente no puedo, por más que lo intento.
VICTORIA.- (Con
acerba ironía). ¿Esas cosas que yo pretendo? Es la primera vez que te oigo
decir semejante cosa. Pero ¿has olvidado por qué me uní a ti, por qué te
entregué mi vida apenas nos conocimos? ¿No recuerdas qué fue lo que nos unió?
LEONARDO.- Nunca podré olvidarlo.
VICTORIA.- Fuiste tú quien me hizo creer en eso. Tú,
el apóstol, el mago de esas teorías. (Dramática
como una soprano al final de un aria, señala unos cuadros, un diploma, una copa
de plata que hay diseminados en el estudio). Mira tus obras, tus trofeos…
Eras el genio prometedor de una estética nueva, el creador de un universo de
ideas sin relaciones con el drama y la anécdota que hacen llorar a los buenos
burgueses. ¿Qué hice yo al enterarme de esa conquista maravillosa? ¡Adorarte!
¡Renunciar a mí misma! Ponerme pequeña como una hormiga, invisible como un
pensamiento, incolora como un soplo de brisa. ¡Ah, cómo creciste tú entonces!
Dios mismo, a tu lado, se hizo insignificante. Yo creía en él antes de oírte y
de ver tus pinturas. ¿Recuerdas aquel primer retrato que me hiciste en este
mismo lugar, frente a esa misma ventana? Todo había desaparecido para nosotros:
el caballete, la ventana, los muebles, la noción de la anatomía… Sólo
quedábamos, yo como una abstracción y tú como el mago que inventaba una forma
para mi esperanzada tiniebla… ¿Es que estoy diciendo mentiras? No fui quien
pronunció estas palabras que ahora repito: las aprendí de memoria y nunca he
podido olvidarlas… Hoy, ya lo ves, me has cambiado por una nube, por un perro
que pasa; hoy te asomas a esa ventana igual que te asomabas antes de mí… (Ha una larga pausa durante la cual se
adensa la miel del crepúsculo y se relajan los nervios por el cansancio. La
calle bosteza por la ventana).
LEONARDO.- (Con
voz deprimida). Lo intentaré todavía. Lo intentaré porque te amo.
VICTORIA.- Porque me lo debes, porque eres deudor de
mi vida. (Luego, con un tono de
transacción conmiserativa). Además, debes hacerlo por ti y por el mundo que
te contempla. Yo soy una vela apagada… (Con
renovado entusiasmo). ¡Hay tantos que creen en ti todavía! Cuando oigo
hablar de tu genio y de tus hallazgos, quiera que todo fuese verdad.
LEONARDO.- (Amargado).
Desgraciadamente es mentira.
VICTORIA.- Yo soy la única que lo sabe…
LEONARDO.- ¿Y los demás?
VICTORIA.- (Desdeñosa).
¿Los demás? ¡Puah! Los demás sólo creen lo que les conviene. (Ha oscurecido en la habitación. En la
calle se encienden las luces, diademas de la virginidad de la noche. Leonardo
se acerca a Victoria y la toma en sus manos como una rosa. Sin dejar de mirar
el cuadro, ella se deja abrazar sin mostrar entusiasmo. Besa él sus cabellos y
luego busca su boca, sin encontrarla. Entonces la deja libre).
LEONARDO.- Una noche más… ¿Qué haremos ahora? ¡Ah,
sí! Iremos a esa tertulia, hablaremos con esos tontos envanecidos y celebraremos
sus chistes llenos de mala intención.
VICTORIA.- Estás amargado. Lástima. Por ahí comienza
la decadencia.
LEONARDO.- Es posible… Sin embargo, cada vez me
aficiono más a la soledad: unos pinceles, un lienzo virgen y una mujer que le
quiera a uno de veras: esa es la felicidad.
VICTORIA.- Tonterías. Nadie puede vivir en la
soledad…
LEONARDO.- Bueno, tú siempre tienes razón. ¿Para qué
seguir discutiendo? (Va al
<switch> y enciende la luz del estudio). A propósito: ¿dónde estuviste esta tarde?
VICTORIA.- (Sorprendida
y confusa por la pregunta). ¿Esta tarde? ¡Ah, sí! Me encontré con Carmina
que se empeñó en presentarme a unos amigos franceses. De eso quería hablarte…
LEONARDO.- Pudiste darme un telefonazo…
VICTORIA.- Es verdad… Lo olvidé…
LEONARDO.- ¿Lo olvidaste?
(En
vez de responderle, disparada por un entusiasmo súbito, Victoria se pone a
hacer gestos y a dar saltitos que suenan un poco a ficción).
VICTORIA.- ¡Ah! ¡Ya está! ¡Ya lo tengo!
LEONARDO.- (Sorprendido).
¿Lo tienes? ¿Qué es lo que tienes?
VICTORIA.- La solución. Mejor dicho, el
procedimiento.
LEONARDO.- Pero ¿de qué estás hablando? ¿cuál es el
procedimiento?
VICTORIA.- (Exaltada).
Ya lo veras. Es genial. Sencillo y puro como todo lo genial. Me asombra que no
se nos hubiese ocurrido antes.
LEONARDO.- Por Dios, ¡explícate de una vez!
VICTORIA.- Ahora verás. (Mira en torno suyo buscando algo). Tú no te muevas. Prepárate a
trabajar. (Febril, excitada). Sí, a
trabajar como Dios en el primer día de la creación. (Corre y sale por una puerta que da al interior. Desde adentro se la
oye gritar:) < ¡Ya lo tengo! >.
(Reaparece
triunfante con una linterna eléctrica que alza en el aire como la llave del universo). ¡Anda! ¡Siéntate frente al caballete!
(Leonardo
obedece, perplejo, mientras ella salta hacia la ventana y corre las cortinas). Toma el pincel, ponte frente al cuadro, muévete,
¡por favor!
(Él
continúa obedeciendo maquinalmente). Así… ¡Esto será glorioso, inaudito! (Lo mira por un momento, fiera como una
amazona, junto al <switch> de la luz eléctrica, y con un gesto rotundo
deja la habitación en tinieblas. En su mano, de pronto, se abre la rosa de la
linterna cuya saeta amarilla da en el blanco del lienzo). ¡Bien! ¿Qué
esperas? ¿No has comprendido?
LEONARDO.- (Estupefacto,
con un gemido). ¿Qué hago ahora?
VICTORIA.- ¡Pinta! ¡Pinta! No mires siquiera donde
están los colores: tómalos al azar. Así hizo Dios el mundo. ¿Listo? Ahora voy a
apagar. Un…, dos…, tres… (Apaga también
la linterna y en la oscuridad resuena su voz imperiosa). ¿Estás pintando?
LEONARDO.- (Oprimido
por la angustia). ¿Sobre la misma tela? ¿Sobre lo que ya había pintado?
VICTORIA.- Sin duda; sobre lo que ya habías pintado.
Anda, mueve el pincel a prisa. Pero nada de nubes. Trazos largos y fuertes.
Círculos, ángulos, líneas. ¿Se te va el pincel de la tela? ¡Mejor! Pinta el
aire también. ¡Ah! ¡Si pudieras pintar el aire! ¡Si pudieras destruir con tus
manos esas nubes intrusas!
(Guardan
silencio. En medio de las tinieblas, Leonardo pinta a ciegas con el corazón
apretado. Al cabo de unos segundos reflorece la luz eléctrica).
LEONARDO.- (Decepcionado).
Esto es absurdo.
VICTORIA.- ¿Absurdo? ¡Genial! Ahí están tu genio y
el mío confundidos…
LEONARDO.- (Burlón
y triste a la vez). Mis nubes y tu tiniebla.
VICTORIA.- ¿Te burlas?
LEONARDO.- No, no me burlo. Es interesante… (Advirtiendo algo extraño en el cuadro).
Espera… ¿No ves algo raro en ese trazo?
VICTORIA.- No, no veo más que lo que quiero ver. Es
puro, purísimo.
LEONARDO.- Si tú lo dices…
VICTORIA.- ¿Y tú?
LEONARDO.- Quizá esté equivocado, pero míralo bien.
¿No ves algo como un rostro?
VICTORIA.- (Acusadora).
¿Entonces quisiste pintar un rostro?
LEONARDO.- No, te lo juro. No pensé en nada mientras
pintaba. Te obedecía simplemente. Sin embargo, vuelve a mirarlo. Ahora parece
más definido; yo diría que hasta sonríe.
VICTORIA.- (Sarcástica).
Lo que falta es que le pongas un nombre. Anda, dilo. ¿En quién estabas pensando
mientras pintabas?
LEONARDO.- ¿Quieres que te lo diga con absoluta
franqueza?
VICTORIA.- Sí, eso quiero.
LEONARDO.- En Eduardo. Estaba pensando en Eduardo.
VICTORIA.- (Repentinamente
turbada, cambia de tono). Tonto… Ahí no hay nada de fuera. Es simplemente
genial. ¿Vamos a celebrarlo? (Lo
abraza).
LEONARDO.- (Mohíno).
Vamos a celebrarlo.
VICTORIA.- Y a divulgarlo. Es necesario que todos lo
sepan… Pero aguarda: voy a cambiarme. ¡Cómo va a morderse las uñas ese idiota
de Eduardo! (Sale).
(Solo
en la habitación, Leonardo contempla el cuadro sin entusiasmo. Observa luego
que ella ha dejado un bolso sobre una silla y lo toma y lo abre. Dentro del
bolso halla un billetito plegado que sus ojos devoran con avidez).
LEONARDO.- (Violentamente
excitado). ¡Victoria!
(Voz
de Victoria desde el interior:) ¿Qué quieres?
LEONARDO.- ¡Ven en seguida! (Ella reaparece, con un traje de noche en las manos). ¡Victoria!
¿es posible?
VICTORIA.- (Suspicaz,
fingiendo inocencia). ¿Qué pasa?
LEONARDO.- (Alargándole
el billetito). Es de él ¿verdad?
VICTORIA.- (Pálida,
pero resuelta). ¿Has registrado mi bolso?
LEONARDO.- Sí, he registrado tu bolso. Y esto,
mientras yo aquí me devanaba los sesos buscando tus soluciones.
VICTORIA.- (Con
firmeza). Bueno, ya lo sabes. Ahora, ¿quieres oírme?
LEONARDO.- ¡Oírte! ¿Qué es lo que puedes decir
después de esto?
VICTORIA.- La verdad. Nos hemos prometido ser
sinceros, y voy a serlo como siempre lo he sido.
LEONARDO.- (Dolorido
y sarcástico). Mientras yo soñaba contigo y anhelaba tu aprobación… Cuando
creía verte en las nubes…
VICTORIA.- (Golpea
el piso, irritada). ¡En las nubes! ¡No repitas esa palabra. Es lo único que
no podría oírte en estos momentos!
LEONARDO.- ¡Y todavía te atreves a alzar la voz! ¿Es
que no tienes vergüenza?
VICTORIA.- No, no tengo vergüenza; no tengo nada de
eso. Sólo tengo sinceridad. Y no me hables de traiciones porque aquí no hay más
traidor que tú.
LEONARDO.- ¡Cállate! No trates de justificar tu
impudicia con el absurdo.
VICTORIA.- (Exasperada).
¡Y dale con la impudicia! ¿No te he dicho que no tengo nada de eso? Mi vida es
lo que todos conocen. A él no le he dado sino mi cuerpo. ¿Qué le queda de eso
sino un vago recuerdo? A ti te he dado mi espíritu, mi fe, mi confianza en la
vida. Dime tú mismo: ¿qué has hecho de todo eso? (Leonardo, abatido, la oye en silencio. Ella se acerca a él y le
arranca el billete). ¡Nubes! ¿Dónde está la verdad en tus nubes? ¿En mi
espíritu o en mi cuerpo? (Altiva y
desdeñosa, rompe el papel en trocitos y se los echa encima). ¡Nubes! ¡Nubes
por dondequiera! ¡Mira lo que yo hago con tus nubes! (Se acerca al cuadro, toma un pincel y da unas pinceladas rabiosas al
lienzo. Luego torna hacia Leonardo que continúa cabizbajo). ¡Mira lo que
hago yo con tus nubes! (Le pinta en cruz
el rostro y tira el pincel). ¡Nubes!