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Especialista en Teatro Venezolano

miércoles, 22 de febrero de 2012

Ramón Díaz Sánchez



VICTORIA
CONTRA
LAS NUBES

Una de las Tres farsas inéditas.


En su moderno estudio, Leonardo medita. Entra el sol por el ventanal y las cosas se iluminan con una sonrisa. Los muebles son pocos, pero graciosos, con atrevidas tendencias a lo sintético. Cuadros abstraccionistas en las paredes, una que otra escultura, alguna cerámica, una o dos lámparas muy vistosas. En un rincón, en el suelo, unos lienzos acumulados esperan la atención del artista, mientras que en el centro del estudio un caballete muy fino, hecho de metal niquelado, sustenta el cuadro en el que Leonardo trabaja.
Dulcemente se marchita la tarde. Al lado del caballete, en una mesita, están los colores y los pinceles, un paquete de cigarrillos y un encendedor de metal. Leonardo toma un pincel y da dos o tres pinceladas breves y perezosas. Vuelve a mirar. Luego se encoge de hombros y enciende un pitillo. Hecho esto, va a la ventana y se queda mirando la calle.
En este momento, sin ruidos, se abre la puerta y Victoria entra en el estudio, fluida como un arabesco. Viste pantalones ceñidos y sueter de seda amarilla. Sin que Leonardo la advierta, llega hasta el cuadro y se pone a mirarlo en silencio. De pronto, su comentario retorna al pintor a la realidad.
VICTORIA.- No has adelantado gran cosa…

LEONARDO.- (Despertando de su sueño). ¡Ah! ¿Estás ahí? (Se aproxima). No he adelantado, pero he pensado.

VICTORIA.-     Como de costumbre… (Pausa. Luego, como jugando a los abalorios). Pon atención y dime si estoy en lo cierto… ¿Esta pincelada es de hoy?

LEONARDO.-  No es difícil adivinarlo; se ve que está fresca…

VICTORIA.- Esta otra es de ayer…

LEONARDO.-  Esto ya no es tan fácil… (Agradecido por su interés, toma a Victoria de la mano y la atrae hacia su pecho) Dime: ¿por qué reconoces mis pinceladas? ¿Es porque están más o menos frescas?

VICTORIA.-     (Desasiéndose de sus brazos). No; simplemente distingo las nuevas.

LEONARDO.-  ¿Qué quieres decir con eso?

VICTORIA.- (Sin responderle directamente, toma un pincel y con la punta del cabo señala un lugar del lienzo). Me gusta esta solución. (Suena el teléfono. Leonardo se mueve para atenderlo, pero ella se le adelanta en una amplia rúbrica de <ballet>).
(Victoria al teléfono, mientras Leonardo la observa con el ceño fruncido).
¿Hello?... (En monosílabo). Sí… No… Sí, sí… Bueno, veré…
LEONARDO.- ¿Quién era?

VICTORIA.- Carmina…

LEONARDO.- ¿Seguro?

VICTORIA.- No sé por qué lo dudas. ¿Quién supones que sea?

LEONARDO.- No sé… ¿Qué quiere Carmina?

VICTORIA.- Invita para esta noche. ¿Te agradaría salir esta noche?

LEONARDO.- No lo sé todavía.
(Victoria lo mira de reojo y se pone a dar vueltas cual si sembrara margaritas con sus pies de pájaro bailarín. Leonardo está pensativo frente a su cuadro mientras el cristal de la abierta ventana comienza a resbalar el crepúsculo. Victoria se detiene ante el lienzo y tiende un dedo hacia él).

VICTORIA.- ¿Cómo se te ocurrió esta solución?

LEONARDO.- Había un lindo sol; me asomé a la ventana y me puse a mirar el cielo. Una nube gris se detuvo sobre la calle y a su alrededor apareció un fino ribete de oro.

VICTORIA.- (Frunciendo el ceño) ¿Fue entonces el cielo, la nube?

LEONARDO.- Déjame que te explique…

VICTORIA.- (En crescendo de irritación) Unas veces el cielo, otras un niño o un perro que pasan por debajo de la ventana…

LEONARDO.- ¿Me quieres oír?

VICTORIA.- ¿Para qué? Has tratado de explicármelo muchas veces… El hecho es que siempre las ideas te vienen de fuera.

LEONARDO.- (Resignado) Desgraciadamente tienes razón. ¿Por qué me atormentas? Bien sabes que esto me avergüenza y me irrita. (Con desesperación) En eso pensaba cuando llegaste… (Vuélvese a ella con cierta vehemencia cual si buscase su apoyo, mas se contiene y torna a mirar la tela) ¿Cómo evitarlo? ¿Cómo escapar a esa maldita atracción? Te confieso que hay veces que me siento desalentado.

VICTORIA.- (Implacable). Porque no te concentras. Mira: haz como yo. ¡Abstráete! Domina las cosas que te rodean… (Golpeando el piso recorre la estancia y va enfrentándose a cada mueble en una especie de reto). Tú no existes para mí, estúpida mesa de vidrio…; ni tú, desdichada silla de acero…; ni tú, imbécil jarrón, con estas flores tuberculosas. Ninguno de ustedes, muebles idiotas, representan nada en mi mente… Todos están aquí para los demás. (A Leonardo, de nuevo). ¿Por qué no haces así, como yo?

LEONARDO.- (Con melancólica tolerancia). Veo que estás de mal humor; pero hablemos en serio, Victoria. ¿Sigues creyendo que se puede extraer la belleza de la pura imaginación, de las puras ideas?

VICTORIA.- (Categórica). Lo creo más que nunca… Además ¿qué entiendes tú por belleza? ¿Por qué pronuncias esa palabra como si estuvieras saboreando una fruta? Mientras no aprendas a darle una entonación, seguirás siendo un idiota, algo así como un feto vestido de encajes para el bautizo. Mírame a mí y oye cómo yo la pronuncio; fíjate en mi boca, en mi lengua. (Articula la palabra cual si estuviese rompiendo metales). Be-lle-za… ¿Has oído bien? BE-LLE-ZA… Es una palabra sin sexo, ni masculina ni femenina, ni fea ni bonita, ni blanca ni negra, ni con ribetes… Es solamente BE-LLE-ZA.

LEONARDO.- (Aniquilado). Sí, ya te oigo. Te he oído mil veces lo mismo. Sin embargo, ¿de dónde sacaría la noción del color, del matiz?

VICTORIA.- De tu cerebro. Dentro de él está todo. ¿Por qué tienes que buscarlo en el cielo?

LEONARDO.- Victoria, por favor…

VICTORIA.- (Sarcástica). Por favor… ¿Por qué por favor? ¿Es que la luz se nos da de limosna? ¿Nos han puesto aquí para ser esclavos? No, hijo mío: somos dueños de todo. Poseemos la idea, el pensamiento. Todo lo demás es invención nuestra.

LEONARDO.- (Vencido). Bueno, no diputemos más… Hemos hablado tantas veces de esto…

VICTORIA.- Sin embargo, parece que no hemos hablado bastante.

LEONARDO.- Ya sabes que pienso lo mismo que tú.

VICTORIA.- Me lo has dicho mil veces. Pero no basta que me lo digas; lo importante es que lo hagas. El arte es hacer, no decir.

LEONARDO.- Lo he intentado y sigo intentándolo.

VICTORIA.- ¡Mentira!

LEONARDO.- ¡Victoria!

VICTORIA.- Te irrita que sea sincera, pero no puedo ser de otro modo.

LEONARDO.- Y yo… ¿No debo ser sincero también? Cuando te digo que no puedo lograr… esas cosas que tú pretendes es porque realmente no puedo, por más que lo intento.

VICTORIA.- (Con acerba ironía). ¿Esas cosas que yo pretendo? Es la primera vez que te oigo decir semejante cosa. Pero ¿has olvidado por qué me uní a ti, por qué te entregué mi vida apenas nos conocimos? ¿No recuerdas qué fue lo que nos unió?

LEONARDO.- Nunca podré olvidarlo.

VICTORIA.- Fuiste tú quien me hizo creer en eso. Tú, el apóstol, el mago de esas teorías. (Dramática como una soprano al final de un aria, señala unos cuadros, un diploma, una copa de plata que hay diseminados en el estudio). Mira tus obras, tus trofeos… Eras el genio prometedor de una estética nueva, el creador de un universo de ideas sin relaciones con el drama y la anécdota que hacen llorar a los buenos burgueses. ¿Qué hice yo al enterarme de esa conquista maravillosa? ¡Adorarte! ¡Renunciar a mí misma! Ponerme pequeña como una hormiga, invisible como un pensamiento, incolora como un soplo de brisa. ¡Ah, cómo creciste tú entonces! Dios mismo, a tu lado, se hizo insignificante. Yo creía en él antes de oírte y de ver tus pinturas. ¿Recuerdas aquel primer retrato que me hiciste en este mismo lugar, frente a esa misma ventana? Todo había desaparecido para nosotros: el caballete, la ventana, los muebles, la noción de la anatomía… Sólo quedábamos, yo como una abstracción y tú como el mago que inventaba una forma para mi esperanzada tiniebla… ¿Es que estoy diciendo mentiras? No fui quien pronunció estas palabras que ahora repito: las aprendí de memoria y nunca he podido olvidarlas… Hoy, ya lo ves, me has cambiado por una nube, por un perro que pasa; hoy te asomas a esa ventana igual que te asomabas antes de mí… (Ha una larga pausa durante la cual se adensa la miel del crepúsculo y se relajan los nervios por el cansancio. La calle bosteza por la ventana).

LEONARDO.- (Con voz deprimida). Lo intentaré todavía. Lo intentaré porque te amo.

VICTORIA.- Porque me lo debes, porque eres deudor de mi vida. (Luego, con un tono de transacción conmiserativa). Además, debes hacerlo por ti y por el mundo que te contempla. Yo soy una vela apagada… (Con renovado entusiasmo). ¡Hay tantos que creen en ti todavía! Cuando oigo hablar de tu genio y de tus hallazgos, quiera que todo fuese verdad.

LEONARDO.- (Amargado). Desgraciadamente es mentira.

VICTORIA.- Yo soy la única que lo sabe…

LEONARDO.- ¿Y los demás?

VICTORIA.- (Desdeñosa). ¿Los demás? ¡Puah! Los demás sólo creen lo que les conviene. (Ha oscurecido en la habitación. En la calle se encienden las luces, diademas de la virginidad de la noche. Leonardo se acerca a Victoria y la toma en sus manos como una rosa. Sin dejar de mirar el cuadro, ella se deja abrazar sin mostrar entusiasmo. Besa él sus cabellos y luego busca su boca, sin encontrarla. Entonces la deja libre).

LEONARDO.- Una noche más… ¿Qué haremos ahora? ¡Ah, sí! Iremos a esa tertulia, hablaremos con esos tontos envanecidos y celebraremos sus chistes llenos de mala intención.

VICTORIA.- Estás amargado. Lástima. Por ahí comienza la decadencia.

LEONARDO.- Es posible… Sin embargo, cada vez me aficiono más a la soledad: unos pinceles, un lienzo virgen y una mujer que le quiera a uno de veras: esa es la felicidad.

VICTORIA.- Tonterías. Nadie puede vivir en la soledad…

LEONARDO.- Bueno, tú siempre tienes razón. ¿Para qué seguir discutiendo? (Va al <switch> y enciende la luz del estudio). A propósito: ¿dónde  estuviste esta tarde?

VICTORIA.- (Sorprendida y confusa por la pregunta). ¿Esta tarde? ¡Ah, sí! Me encontré con Carmina que se empeñó en presentarme a unos amigos franceses. De eso quería hablarte…

LEONARDO.- Pudiste darme un telefonazo…

VICTORIA.- Es verdad… Lo olvidé…

LEONARDO.- ¿Lo olvidaste?

(En vez de responderle, disparada por un entusiasmo súbito, Victoria se pone a hacer gestos y a dar saltitos que suenan un poco a ficción).

VICTORIA.- ¡Ah! ¡Ya está! ¡Ya lo tengo!

LEONARDO.- (Sorprendido). ¿Lo tienes? ¿Qué es lo que tienes?

VICTORIA.- La solución. Mejor dicho, el procedimiento.

LEONARDO.- Pero ¿de qué estás hablando? ¿cuál es el procedimiento?

VICTORIA.- (Exaltada). Ya lo veras. Es genial. Sencillo y puro como todo lo genial. Me asombra que no se nos hubiese ocurrido antes.

LEONARDO.- Por Dios, ¡explícate de una vez!

VICTORIA.- Ahora verás. (Mira en torno suyo buscando algo). Tú no te muevas. Prepárate a trabajar. (Febril, excitada). Sí, a trabajar como Dios en el primer día de la creación. (Corre y sale por una puerta que da al interior. Desde adentro se la oye gritar:) < ¡Ya lo tengo! >.
(Reaparece triunfante con una linterna eléctrica que alza en el  aire como la llave del universo). ¡Anda! ¡Siéntate frente al caballete!
(Leonardo obedece, perplejo, mientras ella salta hacia la ventana y corre las cortinas). Toma el pincel, ponte frente al cuadro, muévete, ¡por favor!
(Él continúa obedeciendo maquinalmente). Así… ¡Esto será glorioso, inaudito! (Lo mira por un momento, fiera como una amazona, junto al <switch> de la luz eléctrica, y con un gesto rotundo deja la habitación en tinieblas. En su mano, de pronto, se abre la rosa de la linterna cuya saeta amarilla da en el blanco del lienzo). ¡Bien! ¿Qué esperas? ¿No has comprendido? 

LEONARDO.- (Estupefacto, con un gemido). ¿Qué hago ahora?

VICTORIA.- ¡Pinta! ¡Pinta! No mires siquiera donde están los colores: tómalos al azar. Así hizo Dios el mundo. ¿Listo? Ahora voy a apagar. Un…, dos…, tres… (Apaga también la linterna y en la oscuridad resuena su voz imperiosa). ¿Estás pintando?

LEONARDO.- (Oprimido por la angustia). ¿Sobre la misma tela? ¿Sobre lo que ya había pintado?

VICTORIA.- Sin duda; sobre lo que ya habías pintado. Anda, mueve el pincel a prisa. Pero nada de nubes. Trazos largos y fuertes. Círculos, ángulos, líneas. ¿Se te va el pincel de la tela? ¡Mejor! Pinta el aire también. ¡Ah! ¡Si pudieras pintar el aire! ¡Si pudieras destruir con tus manos esas nubes intrusas!

(Guardan silencio. En medio de las tinieblas, Leonardo pinta a ciegas con el corazón apretado. Al cabo de unos segundos reflorece la luz eléctrica).

LEONARDO.- (Decepcionado). Esto es absurdo.

VICTORIA.- ¿Absurdo? ¡Genial! Ahí están tu genio y el mío confundidos…

LEONARDO.- (Burlón y triste a la vez). Mis nubes y tu tiniebla.

VICTORIA.- ¿Te burlas?

LEONARDO.- No, no me burlo. Es interesante… (Advirtiendo algo extraño en el cuadro). Espera… ¿No ves algo raro en ese trazo?

VICTORIA.- No, no veo más que lo que quiero ver. Es puro, purísimo.

LEONARDO.- Si tú lo dices…

VICTORIA.- ¿Y tú?

LEONARDO.- Quizá esté equivocado, pero míralo bien. ¿No ves algo como un rostro?

VICTORIA.- (Acusadora). ¿Entonces quisiste pintar un rostro?

LEONARDO.- No, te lo juro. No pensé en nada mientras pintaba. Te obedecía simplemente. Sin embargo, vuelve a mirarlo. Ahora parece más definido; yo diría que hasta sonríe.

VICTORIA.- (Sarcástica). Lo que falta es que le pongas un nombre. Anda, dilo. ¿En quién estabas pensando mientras pintabas?

LEONARDO.- ¿Quieres que te lo diga con absoluta franqueza?

VICTORIA.- Sí, eso quiero.

LEONARDO.- En Eduardo. Estaba pensando en Eduardo.

VICTORIA.- (Repentinamente turbada, cambia de tono). Tonto… Ahí no hay nada de fuera. Es simplemente genial. ¿Vamos a celebrarlo? (Lo abraza).

LEONARDO.- (Mohíno). Vamos a celebrarlo.

VICTORIA.- Y a divulgarlo. Es necesario que todos lo sepan… Pero aguarda: voy a cambiarme. ¡Cómo va a morderse las uñas ese idiota de Eduardo! (Sale).

(Solo en la habitación, Leonardo contempla el cuadro sin entusiasmo. Observa luego que ella ha dejado un bolso sobre una silla y lo toma y lo abre. Dentro del bolso halla un billetito plegado que sus ojos devoran con avidez).

LEONARDO.- (Violentamente excitado). ¡Victoria!
(Voz de Victoria desde el interior:) ¿Qué quieres?

LEONARDO.- ¡Ven en seguida! (Ella reaparece, con un traje de noche en las manos). ¡Victoria! ¿es posible?

VICTORIA.- (Suspicaz, fingiendo inocencia). ¿Qué pasa?

LEONARDO.- (Alargándole el billetito). Es de él ¿verdad?

VICTORIA.- (Pálida, pero resuelta). ¿Has registrado mi bolso?

LEONARDO.- Sí, he registrado tu bolso. Y esto, mientras yo aquí me devanaba los sesos buscando tus soluciones.

VICTORIA.- (Con firmeza). Bueno, ya lo sabes. Ahora, ¿quieres oírme?

LEONARDO.- ¡Oírte! ¿Qué es lo que puedes decir después de esto?

VICTORIA.- La verdad. Nos hemos prometido ser sinceros, y voy a serlo como siempre lo he sido.

LEONARDO.- (Dolorido y sarcástico). Mientras yo soñaba contigo y anhelaba tu aprobación… Cuando creía verte en las nubes…

VICTORIA.- (Golpea el piso, irritada). ¡En las nubes! ¡No repitas esa palabra. Es lo único que no podría oírte en estos momentos!

LEONARDO.- ¡Y todavía te atreves a alzar la voz! ¿Es que no tienes vergüenza?

VICTORIA.- No, no tengo vergüenza; no tengo nada de eso. Sólo tengo sinceridad. Y no me hables de traiciones porque aquí no hay más traidor que tú.

LEONARDO.- ¡Cállate! No trates de justificar tu impudicia con el absurdo.

VICTORIA.- (Exasperada). ¡Y dale con la impudicia! ¿No te he dicho que no tengo nada de eso? Mi vida es lo que todos conocen. A él no le he dado sino mi cuerpo. ¿Qué le queda de eso sino un vago recuerdo? A ti te he dado mi espíritu, mi fe, mi confianza en la vida. Dime tú mismo: ¿qué has hecho de todo eso? (Leonardo, abatido, la oye en silencio. Ella se acerca a él y le arranca el billete). ¡Nubes! ¿Dónde está la verdad en tus nubes? ¿En mi espíritu o en mi cuerpo? (Altiva y desdeñosa, rompe el papel en trocitos y se los echa encima). ¡Nubes! ¡Nubes por dondequiera! ¡Mira lo que yo hago con tus nubes! (Se acerca al cuadro, toma un pincel y da unas pinceladas rabiosas al lienzo. Luego torna hacia Leonardo que continúa cabizbajo). ¡Mira lo que hago yo con tus nubes! (Le pinta en cruz el rostro y tira el pincel). ¡Nubes!