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PADRE
E
HIJO
(Melodrama en dos actos)
Personajes:
EL PADRE, más de cuarenta años
EL HIJO, más de treinta y cinco años
LA MADRE, más de cincuenta años
LA HERMANA, un año menor que el Hijo
LA ESPOSA, edad aproximada a la de la Hermana.
ÉPOCA ACTUAL
Una pequeña terraza de una casa a la orilla de la playa. El piso de madera, levantado como una plataforma sobre la arena. La terraza tiene una parte techada, sostenidas por débiles columnas de madera que armonizan con el ventanal y la puerta que asoman el interior de la casa. Todo limitado por barandas que sirven de espaldar a bancos que, como “poyos” se adosan a los lados del espacio. Una escalera desciende hasta la arena de la playa.
El ruido del mar, de las olas que suave bañan la playa, se escuchará continuamente, a veces casi imperceptible, en ocasiones sólo se escuchará el sonido del mar.
PRIMER ACTO
(Al iniciarse la acción, ya la luz parece haber dejado atrás las duras horas de calor. El ambiente luminoso da sin embargo sensación de vacío, de retiro, de soledad abatida por el sol, la misma madera parece desteñida y reseca, blancuzca. La atmósfera está cargada de apacible amargura.
Hay pocos muebles en la terraza, como si apenas han sido sacados algunos: una silla de extensión, otras plegables que aún cerradas reposan inclinadas sobre la pared.
El hijo se encuentra sentado en la silla de extensión, sin mucha comodidad. Lleva lentes oscuros, de apariencia conservadora, pero cuidadosamente seleccionados, al igual que la vestimenta: franela tipo “chemisse”, pantalones bermudas, medias cortas y zapatos de goma, todo blanco, más propio para jugar tennis. Muy pulcro.
Por un momento parece como si no se fuera a mover nunca. Hay en su actitud una tranquilidad que no se amolda a su inquieto estado de ánimo interior. La monotonía de este cuadro, afincado con el ruido de las olas del mar, lo rompe la esposa que desde el interior irrumpe en la terraza. Viste igualmente deportiva pero en extremo formal. Ella observa unos instantes en silencio, en espera de algún gesto, de alguna palabra de él. Decide hablar).
ESPOSA.- ¡Todo está en orden! (Pausa. Larga). Mañana le agradeceré a esa pobre mujer, el esmero con que cuida la casa. El jardín a pesar de la época está verde y podado. No hay polvo ni telarañas. Tenemos agua, luz. Puse a funcionar la nevera, guardé el mercado y coloqué el vino en el refrigerador, para que esté frío a la hora de la cena. (Nueva pausa). Cada cosa estará en su lugar será una hermosa velada… (Como si se disculpara por una imprudencia) a pesar de todo. (Nueva pausa corta). Estoy ansiosa por saber qué traerá para la cena tu hermana. No quise ofrecerme para cocinar. Cuando pruebo los platos que hace me avergüenzo de tanta ensalada fría, de mis famosos sanduches tipo club, de los postres que casi nunca levantan y me obligan como ahora, a correr a la pastelería. Me habría gustado tanto ser una buena cocinera. Eso sí, me ofrecí para arreglar la mesa, sé que no te gusta la vajilla de melanina que hay aquí en la playa, así que embalé la que nos regalaron el día de nuestra boda. Es una ocasión especial, como la navidad o el año nuevo… Pondré el mantel de hilo con las servilletas… (Ríe suave para sí) Y para que todo tenga un toque especial, compré dos “quinqué” en el anticuario, con unas bellísimas pantallas de cristal tallado, así la brisa no apagará las velas… (Repentinamente) ¿Crees que a todos les guste el “Mousse” de Chocolate? No reconozco los gustos de tu…
HIJO.- (Interrumpiéndola) ¡No vendrá!
ESPOSA.- (Cautelosa) ¿No quieres que venga?
HIJO.- No.
(Nueva pausa larga, la esposa mira y pasea por la terraza, siempre buscando contacto, conversación).
ESPOSA.- Mantener una casa de playa siempre resulta costoso…
HIJO.- He pensado venderla.
ESPOSA.- Podríamos venir más a menudo. Como hacíamos al principio. (Pausita. Luego tratando de rescatar cierta alegría lejana). Recuerdo la ilusión con que vinimos la primera vez. Era una buena inversión y una mejor oportunidad el precio de compra, sobre todo para un matrimonio que comienza y podría… (Se corta, retoma tratando de ocultar su tristeza). El préstamo, los intereses, todo, se pagó en apenas tres años… ¡Ya han pasado diez desde aquella primera vez!
HIJO.- Y no hay ilusión.
ESPOSA.- Porque tú no quieres.
HIJO.- No quiero.
ESPOSA.- Podríamos…
HIJO.- No.
(Nueva pausa larga en la que siempre se escucha más fuerte el mar. La esposa busca ánimos en la contemplación del paisaje, parece emocionada, suspira).
ESPOSA.- Qué grande es el mar.
HIJO.- No tiene sentido.
ESPOSA.- Es una lástima que desees vender la casa, me gusta tanto estar aquí.
HIJO.- No me refiero a la casa. Aunque después de hoy menos querré conservarla. (Pausa) No tiene sentido.
ESPOSA.- ¿Qué…?
HIJO.- No va a funcionar. Lo sabes tan bien como yo. ¡Es una idea descabellada de mamá! Una vez lo intentamos y el resultado fue peor.
ESPOSA.- No es lo mismo ahora. Se va a morir.
HIJO.- Como todo. Como todos. Se vive y se muere, es natural.
ESPOSA.- Sí, pero es mejor olvidarlo. Resulta amargo, doloroso, angustiante, vivir pensando en la muerte. Además está la posibilidad de seguir viviendo a través de otras cosas…
HIJO.- Sé a lo que te refieres, te obstinas en el mismo tema, me has obligado a no escucharte.
(Pausa)
ESPOSA.- Nunca lo hiciste, amor. En la universidad cuando era tu alumna y levantaba la mano para dar mi opinión, apenas te fijabas en mí, y si me concedías la palabra lo hacías con una mueca de burla, de fastidio que me hería y me humillaba delante de mis compañeros…
HIJO.- ¡Sin embargo, te enamoraste de mí!
ESPOSA.- Era difícil no hacerlo, todos te admirábamos, queríamos besarte y adorarte, amarte en medio de esa desesperación infinita que veíamos en tus ojos y se revelaba en tus palabras. Querías hacernos comprender que la idea de la trascendencia escapaba del hombre moderno, empeñado en lo inmediato, sin preocupaciones del inexistente futuro y convencido de la falsedad del pasado. Y paradójicamente en cada uno de tus discípulos trascendías, vivías y seguirás viviendo, pues, pensaremos siempre en ti…
HIJO.- La memoria también tiene límites, cada vez más estrechos. Todo es pasajero, efímero. Entre la vida y la muerte las distancias se acortan vertiginosas. Nada tiene sentido.
ESPOSA.- ¡Me casé contigo y encontré sentido a vivir! Lo abandoné todo para estar a tu lado.
HIJO.- Fue una tontería. Te equivocaste. Puedes rectificar. Eres libre, no tienes por qué seguir junto a mí,
ESPOSA.- No te voy a dejar y tú lo sabes. A veces creo que dices eso para martirizarte.
HIJO.- También a ti te martirizo.
ESPOSA.- No, no. Yo sigo conservando la misma ilusión, los dos podríamos tenerla. Eso es lo único que necesitamos.
HIJO.- ¡Qué necesitas tú!
ESPOSA.- No venderías la casa, ni me pedirías que me alejara de ti. Estaríamos más unidos, el resto de nuestras vidas y aún después de morir.
HIJO.- No quiero un hijo. No puedo tener un hijo. No quise tenerlo nunca y ahora es tarde para pensar en eso.
ESPOSA.- No lo es.
HIJO.- ¿Por eso aceptaste venir aquí? ¿Por eso tienes día tras día convenciéndome para venir aquí y reunirnos? ¡Qué estúpida y egoísta esperanza te mueve! ¿No me conoces? ¿En todos estos años de matrimonio no aprendiste a conocerme? No te engañé, sabías como era yo y como sigo siendo. Odio la sola idea de concebir un hijo, más aún como la excusa de un compromiso, de una ilusión, una razón!
ESPOSA.- No hablo de razones sino de sentimientos.
HIJO.- ¡Odio sentir como padre!
ESPOSA.- No. ¡Odias a tu padre y esa ha sido tu desgracia y la mía también!
HIJO.- Entonces olvídame, también el amor se muere. (Pausa tensa). Voy a regresar a la ciudad. Dile a mi madre que no pude venir, que lo siento por ella. Dile que tampoco quise venir, que lo olvidé, que cuando él haya muerto, tal vez llore y le pida perdón.
(Suena la bocina y el motor de un auto que se detiene cerca de la casa).
ESPOSA.- Ya está aquí. Díselo tú…
(Se produce una pausa tensa entre ellos. La esposa sale hacia el interior de la casa. El hijo mira hacia el mar, consternado, habla consigo mismo).
HIJO.- ¡No tiene sentido!
(Una nueva pausa que prepara la entrada de la madre en el umbral. Ella mira a su hijo que continúa de espalda, mirando el mar. La madre tiene un pañuelo en la mano. También viste muy claro, elegante, pero cómoda, señora, con la dignidad de quien ha sufrido mucho. Lleva una pañoleta sobre la cabeza que al quitarse descubre un pelo muy rubio bien cuidado y arreglado con profesionalismo).
MADRE.- ¡Hijo!
(El hijo gira sobre sí y mira a su madre. Adelanta un paso, pero la mujer corre y se echa en los brazos de su hijo, habla siempre como si ahogara el llanto).
MADRE.- ¡Se va a morir!
HIJO.- Ya lo sé, mamá.
MADRE.- Dios te bendiga, hijo. ¡Sabía que vendrías, que aceptarías venir aquí y… abrazarlo, perdonarlo!
(La madre llora un poco abrazada a su hijo. El hijo mira hacia la puerta donde ahora está la hermana, muy alta y delgada, de rostro sereno pero no dulce, muy bien vestida, impecable, su silueta es aun más delgada con el atuendo playero que lleva, se recoge el pelo en lo alto, trae lentes oscuros y hasta guantes de manejar que se quita, hay una mueca que parece ser una sonrisa hacia el hermano, él aprovecha el que la madre se aparta para utilizar el pañuelo y va hasta la hermana, se besan discretamente).
HERMANA.- Salmón ahumado, pastel de coliflor para la entrada. Crema de tomate y pollo al champagne. Me fue imposible conseguir un pavo y temí tu malsano comentario sobre la dureza de su carne. Pensé que aquí en la playa, tendrás oportunidad de mañana o pasado de comer pescado o mariscos.
HIJO.- Regreso ahora mismo a la ciudad.
(La madre al escuchar eso ahoga un grito).
MADRE.- ¿Por qué?...
HIJO.- No debí venir.
ESPOSA.- Le pedí que aguardara su llegada y le diera personalmente la explicación.
MADRE.- ¡No puedes hacer eso, hijo!
(La hermana no dice nada, se dirige hacia la baranda que está más cerca del mar. La madre está muy cerca del hijo).
HIJO.- ¡Lo siento, mamá!
MADRE.- Él se emocionó al saber que tú estarías aquí.
HIJO.- ¿Hablaste con él?
MADRE.- (Como apenada) Sí.
HIJO.- ¿Por teléfono?
(La madre calla. La hermana gira y contesta).
HERMANA.- La llevé a la clínica.
HIJO.- La muerte hace milagros.
MADRE.- El perdón.
HIJO.- Nunca he comprendido cómo alguien que se empeña en vivir en el error, ante la inminencia de la muerte puede arrepentirse y cree que esto es suficiente para recibir el perdón.
MADRE.- Está acabado.
HERMANA.- Los médicos lo han desahuciado. Le quedan pocos días de vida. No quiere morir en la clínica, ni en la fría sala de operaciones. Por eso te pedí esta casa, es menos deprimente.
HIJO.- Y espera, aprovechándose de la muerte, que también yo le perdone en abandono de su familia y de todo lo demás.
HERMANA.- Pregúntaselo a él.
HIJO.- Conozco todas sus respuestas.
HERMANA.- Tienes tiempo para una repetición.
HIJO.- ¿Repetir qué? ¡Las mismas palabras, los mismos insultos, la misma rabia, el desprecio, el odio!
MADRE.- ¡Hijo!
HIJO.- No tengo el corazón tan blando como tú madre, ni creo en la panacea del perdón. ¿Acaso no vivo? ¿Acaso no sufro?
MADRE.- Todos vivimos y sufrimos.
HIJO.- Unos más y otros menos, yo estoy entre los primeros, y no quiero agregar, a los que ya me ahogan, nuevos sufrimientos.
MADRE.- Lo harás si persistes en ese rencor. Hace veinticinco años que tu padre se apartó de mí y ese sufrimiento, ese dolor, la soledad a la que me condenó me fue doblegando, me cansé de tragar mi propia amargura, me estaba envenenando a mí misma. ¿Qué había hecho de mi vida antes de esa separación? Amarlo. ¿Por qué iba a apartarme de ese sentimiento que me había dado a mis hijos y la felicidad que conocí? Me refugié en ese amor, ahí encontré un nuevo equilibrio, frágil, delicado, pero que me ayudó a sobrevivir. El amor hijo, y no sólo el amor por mis hijos, sino que me entregué a pensar en él, en tu padre, como si fuera una callada amante que espera, eternamente. Saber que va a morir me descubrió que él ha sido mi vida y será mi muerte, me recordó que era esa antigua amante que espera también el perdón. El amor y la misericordia se me confundieron y tuve fuerzas para ir a verlo, visitarlo y decirle que todo dolor se había olvidado, que todo rencor se había curado. Y es lo que ahora te ruego y te suplico. Tú eres bueno, hijo, me he sentido tantas veces orgullosa de ti. Quédate y espéralo. Quédate y perdónense.
La madre se ahoga en llantos. La esposa se acerca a ella.
ESPOSA.- Venga, señora. ¡Será mejor que tome algo!
MADRE.- Prométeme que te quedarás.
HIJO.- Nunca hice una promesa, madre.
(La madre sale llorando, ayudada por la esposa que mira a su marido con cierto dolor y lágrimas en los ojos.
Quedan la hermana y el hijo, ellos esperan callados por un rato, sólo se escucha el mar).
HIJO.- ¿Por qué lo aceptaste? Tú has sido testigo de nuestra mutua aversión.
HERMANA.- Y árbitro, pero siempre de tu lado.
HIJO.- ¿Qué esperas conseguir con este absurdo encuentro?
HERMANA.- No lo sé, te lo juro.
(Pausa)
HIJO.- ¡Lo siento por mamá! No puedo quedarme.
HERMANA.- Nunca la escuché hablar así, estoy… estoy aturdida, no ha sido mujer de palabras y sin embargo encuentro una verdad tan grande en lo que ha dicho.
HIJO.- ¿Cuál?
HERMANA.- Un rencor tan hondo corrompe el alma y los sentidos. (Suspira) Eres mi hermano, eres mi más grande amor, mi único aliento. Te admiro y creo tanto en ti, que tal vez, sin querer, te vea como lo único bueno que hay en el mundo.
HIJO.- No sé qué significa ser un hombre bueno.
HERMANA.- De pequeño lo sabías… ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Un hombre bueno, eso decías. ¿Qué pasó?
HIJO.- El mundo sólo es bueno o malo cuando somos niños. Cuando aprendemos que lo importante es vivir, la moral se inmiscuye, el miedo se agrega a la sazón, la ética contribuye a la confusión, la desesperanza, el conocimiento de las cosas y su propia naturaleza, todo conspira, y nada es bueno ni malo sino estéril. Tú y yo nos parecemos tanto.
HERMANA.- Tú tienes una posibilidad. Hay algo en ti que hace que todos te quieran y te admiren, y sé que muchos desean sólo tu felicidad, un rápido sondeo me daría a razón: mamá, tu esposa… yo.
HIJO.- ¡Mis “mujeres de sal”!
HERMANA.- Recuerdo el poema, nunca supe que te gustara escribir, fue una verdadera sorpresa la navidad pasada. Tal vez no muy agradable, me sentí petrificada, condenada entre las líneas de tu poema.
HIJO.- ¿Crees que en realidad exista una posibilidad para mí?
HERMANA.- Estoy segura.
HIJO.- ¿Cuál?
HERMANA.- No soy una persona que quiere encontrar una motivación psicológica en todas las acciones de la gente, pero creo que el rencor por papá, te ha hecho mucho daño.
HIJO.- ¿Y a ti, qué te lo ha hecho?
HERMANA.- Mi caso es distinto. No pude ser lo que quise. Me he conformado, pero las amarguras han hecho su trabajo en mí.
HIJO.- Puedes refugiarte como mamá en el amor.
HERMANA.- No, ya no. Me casé enamorada, pero creí que casándome no renunciaba a mis metas profesionales, era la época en que las mujeres comenzábamos a liberarnos y algunos hombres nos convencían de que podían entendernos. No fue así, Debía escoger entre el matrimonio y los hijos o la profesión. Quise demostrarme a mí misma que valía, que no era la “oveja negra” de la familia, la estudiante regular. Escogí la profesión, buscaba mi realización y luego habría tiempo para el amor, un hogar y hasta la posibilidad de los hijos. Todo se fue retrasando, han pasado años y sigo siendo una profesional mediocre y una mujer tan amargada que ya no confía en el amor. Soy un mal ejemplo de la liberación femenina, por fortuna hay tantas otras cosas que han tenido éxito, que al menos no me siento culpable sino de mi propio fracaso.
HIJO.- Eres muy dura contigo misma.
HERMANA.- Soy objetiva. Me duele serlo, pero ya no puedo cambiar. Una mujer que pasa de los treinta años, que tiene matriz infantil, aversión al amor y resentimiento con la vida, empieza a saber lo que le espera: una olímpica soltería… Al menos no podrán decir que me quedé para vestir santos. Y en el fondo me consuela que papá muera.
HIJO.- ¿Por qué?
HERMANA.- Me aterra la idea de cuidar a un hombre o a una madre enferma. Sé que mamá no durará mucho cuando el viejo se haya ido.
HIJO.- No entiendo a mamá.
HERMANA.- Es mujer, de las de antes. Ella está lejos de tu clasificación de moral, ética y todos esos conceptos intelectuales. Ve el mundo con mirada infantil, a pesar de todo.
HIJO.- Si fueras tan condescendiente contigo mismo como lo eres con los demás…
HERMANA.- No me des consejos, ya es muy tarde, hermano.
HIJO.- ¿Por qué te empeñas entonces en reconciliar lo inconciliable?
HERMANA.- ¿Papá y tú…?
HIJO.- Sí.
HERMANA.- A eso iba. Yo escogí en un momento con lucidez, ya adulta, aposté a mí misma y perdí, por eso puedo ser objetiva, pero tú tenías apenas diecisiete años cuando decidiste operarte para no tener hijos…
HIJO.- No hablemos de eso.
HERMANA.-Sí, debemos hablar, tienes que hablarlo sobre todo con él, con papá. Tú lo hiciste para vengarte de él. Sabías lo que esperaba de ti, su único hijo varón, al que había dado el mismo nombre y por supuesto el mismo apellido. Papá no tenía por qué ser distinto a los otros, tú lo querías cambiar.
HIJO.- ¡Él quería cambiarme a mí!
HERMANA.- Y por eso te presentaste con la constancia médica de la operación para lanzársela a la cara. (Corta pausa) Eras un adolescente, te condenaste sin saber, por eso tu odio ha ido creciendo…
HIJO.- ¡Es un análisis muy superficial!
HERMANA.- Tal vez, lo que sí es una verdad es que tu vida y la mía están llenas de amarguras. Yo sé lo que duele una frustración, yo sé lo difícil que resulta seguir viviendo y estar peleada con la vida. Lo conozco, lo sufro en carne propia, y por saberlo, quiero que tú te salves, hermano.
HIJO.- (Abrazándola) ¡Hazlo tú contigo misma! Hazlo tú y tal vez yo crea que existe ese camino.
HERMANA.- (Llorando) Inténtalo tú primero.
HIJO.- No quiero… ¡No puedo!
HERMANA.- Ahora te lo ruego yo, ahora soy yo la que suplica. No me mates hermano, tú mi Caín si ahora te marchas y le das la espalda. Me pongo en tus manos. A ti te toca juzgarme, mátame o perdónalo.
(El hijo y la hermana están abrazados y llorando, entra la esposa y los observa, la hermana se da cuenta, se levanta, hace apenas un gesto para secar sus incipientes lágrimas, se levanta y mira a la esposa).
HERMANA.- ¿Cómo está mamá?
ESPOSA.- Le di un calmante, la llevé a la habitación.
HERMANA.- Iré a verla.
ESPOSA.- (A su marido) Quiere verte a ti.
(Entre la hermana y el hijo hay cruce de palabras).
HERMANA.- Ve tú.
HIJO.- Sí.
ESPOSA.- ¿Te quedarás?
HIJO.- (Luego de mirar a la hermana) Sí.
(El hijo sale.
La esposa queda con la hermana).
ESPOSA.- Siempre lo convences.
HERMANA.- No lo creo.
ESPOSA.- Al principio de nuestro matrimonio, me era tan difícil mirarte a la cara, sé que no me aceptabas como cuñada.
HERMANA.- Aún no lo acepto.
ESPOSA.- Yo pensé que…
HERMANA.- No eres la mujer que él necesita.
ESPOSA.- ¿Cómo crees que debe ser la mujer que él necesita?
HERMANA.- No debió casarse nunca.
ESPOSA.- Yo lo quiero.
HERMANA.- ¿Quién no lo quiere?
ESPOSA.- Es distinto a como pueden quererlo tú o tu mamá.
HERMANA.- ¿Cómo sabes que lo es?
ESPOSA.- Soy su mujer.
HERMANA.- No lo eres, aún.
ESPOSA.- ¿Qué quieres decir?
HERMANA.- Si lo fueras, todo sería distinto. Eres débil, demasiado femenina diría yo. No eres la mujer que él necesita.
ESPOSA.- ¿Acaso todas las mujeres tienen que ser como tú?
HERMANA.- No, al contrario, no creo que deban ser como yo, pero tampoco como tú.
ESPOSA.- Ayúdame a ser la mujer que él necesita. Si tanto lo quieres, dime qué debo hacer, cómo debo transformarme.
HERMANA.- No puedo decírtelo, nadie puede hacerlo.
ESPOSA.- ¿Por qué te has empeñado todos estos años en mi contra? No has hecho más que mirarme como si fuera poca cosa. Me has evitado todo lo que has podido, pero cuando obligatoriamente estamos juntas, cada día de año nuevo, delante del champagne y las malditas doce uvas antes del abrazo, me he dado cuenta de tu insidiosa mirada, y tu afán es desmerecerme delante de él. ¿Qué te hice a ti? ¿Crees que soy yo la que le hecho daño? ¿sabes tú lo que ha sido dormir durante quince años a su lado? Despertar de madrugada y verlo sin pegar los ojos, aguantar sus silencios, temer un día domingo sin una sola sonrisa ni una mirada… Siempre a su lado sin una palabra de amor o de afecto, esperando cada día, cada noche, cada hora, cada segundo que alguna vez me repita aquel te amo, te quiero, te deseo, te necesito, que escuché hace quince años. ¿Cómo te atreves a comparar mi amor con el tuyo? ¿Es eso acaso? ¿Por eso me desprecias?
(La hermana tiene lágrimas en los ojos y con fuerza le dice:)
HERMANA.- No, no te desprecio, te envidio, porque si yo hubiera conseguido un hombre como él, también lo habría dejado todo por seguir a su lado…
(La esposa en un acto de sincera emoción se abraza a la hermana que al principio no responde, pero que luego también la abraza).
HERMANA.- Tenía que decirlo. He guardado esta envidia durante años. No es que esté enamorada de propio hermano como hembra, pero sí como ser humano. El día que papá se fue de la casa, éramos apenas unos niños, él tendría doce años, no recuerdo bien. No lloró, mamá y yo lo hicimos. Él nos consolaba, se convirtió en el centro de la casa y de nuestro universo y de la vida entera. Se iba a su cuarto las veces que papá venía a visitarnos, él quería que no viniera, si hablaban discutían. Mamá y yo preferimos que no volviera. Sin querer nos fuimos convirtiendo en las víctimas de mi hermano y al mismo tiempo en sus victimarias. Cuando él hizo lo que hizo y papá no volvió más, nos sentimos tan culpables…
(Ella no puede seguir, la ahoga el llanto. Hay un silencio difícil, la esposa calla, sin saber qué decirle a la hermana.
Ella parece recuperarse, dice ahora más serena).
HERMANA.- Tú lo apartaste de nosotras y no lo has hecho feliz.
ESPOSA.- Ayúdame ahora. Hay métodos para que podamos tener un hijo…
HERMANA.- No sé si sea un hijo lo que necesita.
ESPOSA.- Lo es, lo siento, sé que un hijo lo haría volver al mundo. Él no lo entiende porque teme que se repetirá la historia de su padre, el mismo nombre, el mismo apellido, la misma imposición, posesión. Sabe perfectamente que su hijo no será lo que él quiere y a eso tiene miedo. Tengo años estudiando en secreto, hablando con psicólogos, psiquiatras, amigos, todo el que me pueda orientar, siempre escondida, callada, sin que él se entere porque sé que no me lo perdonaría. Tú más que mi cuñada eres su hermana, puedes ayudarme, sólo a ti me falta pedirle auxilio. No me dejes sola, si es verdad que lo amas, si es verdad que lo adoras, entiende que soy la única que puede salvarlo.
HERMANA.- ¿Cómo…?
ESPOSA.- Tú le sabes hablar, él te escucha, tú puedes convencerlo. La operación que se hizo a los diecisiete años puede corregirse, y si no lo desea, si no funcionara, hay métodos para concebir un hijo…
HERMANA.- ¿Y cómo sé yo que no es tu propio egoísmo el que te lleva a creer que un hijo tuyo lo salvará? ¿Cómo puedo saberlo?
ESPOSA.- Cree en mí, nada más.
(Entra la madre interrumpiendo la escena).
MADRE.- ¿Están discutiendo?
ESPOSA.- No, claro que no.
HERMANA.- Hablábamos de él…
ESPOSA.- ¿Dónde está?
MADRE.- Quería bañarse, cambiarse de ropa, dijo que sudó mucho en el camino hacia acá.
ESPOSA.- Voy a ver si me necesita.
(La madre la detiene).
MADRE.-No, puedo ir yo…
ESPOSA.- Soy su esposa, señora.
MADRE.- Una esposa que no lo ha ayudado mucho.
ESPOSA.- ¿Qué dice?
HERMANA.- ¡Mamá!
MADRE.- Es mejor que se lo diga. He hablado con mi hijo, no es feliz, lo sé, lo leo en sus ojos, lo conozco, siempre descubrí lo que sentía desde que era niño…
(La esposa mirando a la hermana que desvía un poco la mirada).
ESPOSA.- ¿Y qué es lo que ha descubierto ahora?
MADRE.- Que si fueras otra mujer, mi hijo no estaría tan desesperado…
ESPOSA.- ¿Cree que es mi culpa…?
MADRE.- En gran parte.
ESPOSA.- ¿Le habló de eso él?
MADRE.- Sí.
(La esposa sale corriendo, la madre hace ademán de irse detrás de ella).
MADRE.- Espera…
HERMANA.- ¡Déjala mamá! (Pausita)
MADRE.- Hablé con él, hija. Ella lo atormenta, ella le pide un hijo, y él no puede dárselo.
HERMANA.- (Casi ahogando un grito) ¡Sí puede!
MADRE.- No. Sabes lo que hizo. Yo misma lo confirmé con el médico…
HERMANA.- Han pasado años…
MADRE.- ¿Y eso qué significa?
HERMANA.- Si él quisiera tener hijos, podría.
MADRE.- ¿Cómo?
HERMANA.- La ciencia ha avanzado, hay operaciones para rectificar lo que hizo, métodos artificiales para que su esposa salga embarazada.
MADRE.- Pero él no quiere, estoy segura que se sentiría humillado.
HERMANA.- Mamá, cuando acepté hablarle sobre la entrevista con papá, no lo hice con la intención que tú supones…
MADRE.- ¿No?
HERMANA.- Sé que él y papá no podrán perdonarse.
MADRE.- No vuelvas a repetirlo.
HERMANA.- Es la verdad, en la vida los odios no se acaban en un día, cada uno guarda muchos resentimientos hacia el otro. Papá lo siente culpable de su fracaso, mi hermano se siente fracasado por culpa de papá…
MADRE.- Inventos, tonterías modernas. Los hijos y los padres siempre se pelean y pueden contentarse…
HERMANA.- No es así.
MADRE.- ¿Y qué esperas que pase entre ellos?
HERMANA.- Espero que mi hermano reaccione, sé de cuenta que está acabando su vida, por mucho que diga, por mil cosas que emprenda, a pesar de los reconocimientos que obtenga en su profesión, nunca se va a sentir feliz si no tiene un hijo.
MADRE.- No es verdad. Tú lo dices porque no los tuviste tú.
HERMANA.- Sí, lo digo por mí, porque sé lo que significa no tenerlos.
(La hermana habla con sinceridad. La madre se acerca a ella dolida, conmovida).
MADRE.- Ella le hace daño, hija, es ella, esa mujer la que lo atormenta. Si él no quiere tener hijos que no los tenga. Él sólo necesita para sentirse bien perdonar a su padre. Es mi hijo, yo sé lo que siente, lo que piensa, lo parí, lo crié. Necesita sentirse un hombre bueno y no lo será mientras no perdone a su padre.
(La madre abraza a la hermana que está sentada. La hermana levanta la mirada tristísima, habla un tanto incrédula, ida).
HERMANA.- Ojalá tengas razón, mamá. Ojala sea así, porque de lo contrario, tú y yo le hemos hecho a él el mayor daño posible, más del que nos hemos hecho a nosotras mismas.
(El cuadro se detiene por un instante, madre e hija miran al mar, el sonido parece rechazarlas.
Entra el hijo con la esposa, él viene ahora con pantalones de lino, camisa de cuello y puño, zapatos de trenzas, continúa de blanco.
Las dos mujeres reaccionan a la voz del hijo).
HIJO.- Es la hora más serena aquí en la playa. El Sol desaparecerá lentamente llevándose el fuego que encarnece el cielo y el mar. Luego una luz lo teñirá todo: la arena, la madera de la casa… siempre me ha cautivado el atardecer.
ESPOSA.- Puedo servir algo… preparar una limonada…
HERMANA.- Te ayudo.
ESPOSA.- Sí.
(Las dos mujeres jóvenes salen de la terraza, quedan la madre y el hijo).
MADRE.- De punta en blanco. Me gusta tanto verte así. De pequeño te vestía de blanco los domingos, te sentaba en el salón familiar, frente al escritorio de tu padre, justo al atardecer. Y ahí estabas, por horas y horas, inmóvil. No querías arrugar el traje ni ensuciarlo. La misma pulcritud te acompañó en el colegio, en las fiestas infantiles, en los paseos. No recuerdo haberte reñido nunca porque mancharas la ropa. Cuidaba con celo el lavado de tus camisas blanquísimas. Vigilaba a tu Tata que lo hervía todo en medio del patio de tierra, entre las piedras. Iba y venía llevando baldes de agua sobre la cabeza envuelta en un trapo blanco. (Suspira) Ahora eso ha cambiado, tu esposa llevará todo a la tintorería.
HIJO.- Algunas prendas prefiere lavarlas en casa.
MADRE.- Sí, las lavadoras y las secadoras ayudan mucho, pero todo lo destrozan. Te hace falta cuidado. Es una lástima que ella te haga sufrir.
HIJO.- ¡No me hace sufrir, mamá!
MADRE.- Hace un momento dijiste lo contrario.
HIJO.- Me preguntaste cómo me sentía y te respondí que como siempre: atormentado.
MADRE.- Porque ella se empeña en tener un hijo.
HIJO.- No es por eso.
MADRE.- Claro que sí.
HIJO.- Nunca me ha hecho un reproche. Sé que está pasando por un momento difícil.
MADRE.- Cuando se casó contigo sabía que no le darías un hijo.
HIJO.- No quiero hablar de eso contigo.
MADRE.- Siempre hablaste conmigo todas las cosas.
HIJO.- No hablamos, me interrogas mamá, y especulas sobre lo que me sucede y siento.
MADRE.- Las madres tenemos un sexto sentido, a veces evitamos alguna verdad, pero en el fondo sabemos todo sobre nuestros hijos.
HIJO.- No lo creo.
MADRE.- Eso que llamas un momento difícil en tu mujer es lo que te tiene tan nervioso, triste, deprimido.
HIJO.- No más que el famoso encuentro con papá, que tú has tramado.
MADRE.- Entiendo que ver a tu papá después de tantos años te inquiete, pero me doy cuenta que ella se aprovecha de la situación para manipularte y empeñarse en esa absurda idea de una nueva operación o embarazos artificiales.
HIJO.- ¿Cómo lo sabes?
MADRE.- Se lo ha metido en la cabeza a tu hermana.
HIJO.- ¿Te lo dijo ella?
MADRE.- Sí.
HIJO.- ¿Estás segura?
MADRE.- Como que hay un Dios en el cielo. Ahora tu hermana también cree que es posible que le des un hijo a tu esposa. Todo esto me parece horrible. Embarazos artificiales. Aunque no quieres aceptarlo me doy cuenta que eso es lo que te atormenta y te tiene desequilibrado.
HIJO.- Estoy en mis cabales.
MADRE.- Mírame a los ojos, dímelo así, mirándome. Respóndame con la verdad… ¿Te sientes culpable de no darle un hijo a tu esposa?
HIJO.- No. No.
MADRE.- Entonces, sepárate de ella.
HIJO.- Ya se lo he pedido, mamá.
MADRE.- Es duro, lo sé, pero no hay otro remedio.
HIJO.- Ella no acepta la separación.
MADRE.- Tendrá que hacerlo, lo quiera o no. Será así.
HIJO.- Lo sé. Finalmente me dejará, no puedo obligarla a permanecer a mi lado. Eso es lo que más me atormenta. Perderla. No es costumbre a tenerla cerca, es necesidad de ella. Terminaré volviéndome loco. La miro y pretendo olvidarla. La veo y quisiera apartarla. Y no puedo, madre. No puedo. Tengo miedo, horror a perderla. ¿Qué haré si ella se va?
MADRE.-Vivir con tu hermana y conmigo. Entre los tres podremos encontrar una manera de vivir en paz.
HIJO.- No existe la paz, ni dentro ni fuera de mí. No persigo la paz.
MADRE.- ¡Dios mío! No logro entenderte.
HIJO.- Nunca nos hemos entendido. Ni tú, ni yo, ni mi hermana, mucho menos papá. Luchamos uno contra el otro.
MADRE.- No lucho contigo. Ya ni siquiera con tu padre.
HIJO.- Lo haces contra ella: mi esposa.
MADRE.- Porque no eres feliz.
HIJO.- ¿Alguna vez lo fui?
MADRE.- Tuvimos una casa, una familia. Había alegría, un cielo, un río. Las tardes frentes al ventilador, las veladas en familia. La escuela y los domingos. Los disfraces y el auto, y las maletas y los caminos…
HIJO.- ¿En qué se convirtió nuestra vida juntos, mamá? ¿Nos vimos alguna vez a la cara, pudimos sostener la mirada? Tus recuerdos se olvidaron, apenas pudimos vivirlos. Después eras tú llorando por todos los rincones porque papá ya no vivía contigo. Yo odiaba esa casa y por eso quería huir. Me casé y convertí a mi esposa en la misma mujer estéril en que tú te convertiste. La misma mujer estéril que quedó de mi hermana. Estéril la vida mía. (Con profunda consternación) Y ahora, después de tantos resentimientos y culpas, vienes y pretendes que mire a los ojos de mi padre y pueda perdonar y pueda olvidar, cuando delante de mis ojos tengo sólo el paisaje de la ira y del desierto. Sigue siendo el gran egoísta: se va a morir y todo termina para él. Pero tú, mi hermana, mi esposa, yo… ¿qué va a ser de nosotros? ¿Crees que puedas rescatar ese espejismo de felicidad que tuviste, mientras éramos niños obedientes que vestías de blanco todos los domingos? Castigados cada tarde mientras papá leía o preparaba discursos, cátedras, informes, papeles que lo dejaban levantar la mirada y darse cuenta que había tres seres sentados alrededor de su escritorio en el salón familiar. Tres seres que esperaban permiso para hablar, para pensar, para leer o hacer una labor. Tres seres aterrados bajo el ventilador. Él estaba ciego, como lo estuvo toda su vida, y como lo sigue estando si cree que yo voy a perdonarlo.
MADRE.- También a mí me estás culpando. ¿Tampoco a mí me vas a perdonar?
HIJO.- A ti no te juzgo. Eres mi madre.
MADRE.- De qué sirve ser madre cuando ya los hijos no escuchan, ni están cercan, ni comprenden.
El hijo abraza a la madre que está muy conmocionada, como si a pesar de espolearle con las palabras la reconfortara con el abrazo, parece extrañamente arrepentido.
HIJO.- No quiero hacerte daño, mamá. No más. (Respira) Pero te ruego que entiendas una sola cosa, ya no podemos vivir juntos, nada hay en el pasado que yo desee repetir.
MADRE.- A mí me queda oca vida, en cambio a ti, a tu hermana…
HIJO.- Nos queda tan poco como a ti.
MADRE.- ¡No, no es verdad!
HIJO.- Estamos muertos, mamá. Hace mucho que lo estamos.
MADRE.- ¿En qué me equivoqué? ¿Qué mal hice para merecer tanto castigo?
HIJO.- Tener hijos. Una equivocación que no quiero repetir.
(Entran la esposa y la hermana, bandeja en mano, con vasos de limonada, servilletas, pitillos, todo muy bien arreglado, tal vez hasta una hielera. La esposa coloca la bandeja sobre la mesa que hay en la terraza).
ESPOSA.- Tu limonada. (Le entrega el vaso al marido)
(Ambas mujeres presienten la atmósfera entre la madre y el hijo. La hermana le entrega a la madre un vaso).
HERMANA.- ¡Aquí tienes mamá! No le puse azúcar, ¿quieres?
(La madre parece esquivar la mirada de la hermana y de la esposa, buscando a su alrededor, tratando de esconder el rostro, disimular).
MADRE.- No. (Busca a su alrededor) Mi cartera… Ahí está la sacarina…
HERMANA.- Debe estar en la sala, iré a buscarla.
MADRE.- (Rápida) ¡Iré yo misma!
(La madre sale un poco apresurada, la hermana que se ha percatado mira al hijo).
HERMANA.- ¿Estaba llorando?
HIJO.- Es su costumbre.
HERMANA.- Iré a ver qué pasa…
HIJO.- Espera.
HERMANA.- ¿Sí?
HIJO.- Continuaron su conversación mientras preparaban la limonada…
HERMANA.- ¿Cuál conversación?
ESPOSA.- Hablamos tonterías, cosas de mujeres, aprovecho para saber algo de cocina…
HIJO.- (Luego de probar la limonada) Está agria.
ESPOSA.- ¡Te haré otra!
HERMANA.- No está agria, los limones eran frescos y verdes. ¿Por qué no hablas claro?
HIJO.- ¡No hagas caso de lo que te ha dicho mi esposa!
ESPOSA.- ¿Yo?
HERMANA.- ¡No soy de las personas que se deja influenciar!
(La hermana sale. Queda la esposa y el hijo).
ESPOSA.- ¿Por qué le has dicho eso?
HIJO.- Pensé que nuestras intimidades no iban a convertirse nunca en tema de conversación familiar.
ESPOSA.- ¿A qué te refieres?
HIJO.- Disculpo tus estúpidas ideas científicas mientras no pretendas involucrar a mi hermana o a mi madre.
ESPOSA.- No son estúpidas ideas científicas.
HIJO.- ¡Lo son!
ESPOSA.- ¿Cómo lo sabes?
HIJO.- Mejor que tú…
ESPOSA.- Por años me quedé callada, y ni siquiera indagué el nombre de la operación que te habían practicado cuando eras apenas un niño…
HIJO.- Tenía diecisiete años y siempre fui un hombre maduro para mi edad.
ESPOSA.- Tan maduro que se condenó a sí mismo creyendo vengarse de su padre.
HIJO.- La venganza es una pasión, y jamás nos arrepentimos de lo que hacemos en su nombre. Toda pasión degenera…
ESPOSA.- Siempre encuentras palabras para explicar lo que no tiene argumento. Pues bien, te voy a hablar de mi pasión; y tal vez cono tú dices, provoque mi degeneración, si no lo ha hecho ya. Tengo más de treinta años, me eduqué en una familia muy distinta a la tuya, la única hembra entre varios hermanos. Todos ellos están casados, tengo cinco sobrinos, alguna hasta lleva mi nombre, supongo que por cierta lástima de mis hermanos. Tengo más de treinta años y cuando cargo a uno de esos niños, me entra una desesperación, un deseo, una ansiedad, algo que no sé cómo explicar, pues no soy tan experta como tú en el manejo de las palabras. Cuando los tengo en mis brazos, me pregunto si podré tener uno mío. ¿Qué hay de malo en eso? Soy una mujer normal como cualquier otra. Por eso empecé a averiguar, por eso no hay médico, psicólogo, al que no le haya gritado nuestros problemas íntimos como tú lo llamas. Mi problema, el mío de mujer, que me condenen si es egoísmo.
HIJO.- ¿Por qué no buscaste otro hombre?
ESPOSA.- Porque mi pasión la completas tú. Ese amor no es ni egoísta, ni un concepto. El hijo que quiero tener lo quiero tuyo. ¿Es esa mi degeneración? Empeñarme en convencerte que todos los padres no son como el tuyo, que todos los hijos no son como eres tú o tu hermana. En casa de mis padres los domingos tienen gritos, y risas, y piñatas y bautizos, y se baila con alegría y se disfruta de las cosas pequeñas que tiene la vida. Yo sé que tú te has dado cuenta y por eso desprecias las reuniones de mi familia. Yo quiero un hijo, y sé que tú puedes dármelo, y por eso me obstino en lograrlo, ésa es mi meta, ésa es mi realización, y tengo el derecho a luchar por lo que quiero.
HIJO.- Lo tienes, es verdad. Pero yo no puedo exigirte que lo abandones. ¡Me duele saber que esa es tu más grande ilusión, amándote como te amo, no puedo darte lo que deseas!
ESPOSA.- Me has dicho que me quieres, después de tantos años…
HIJO.- ¿De qué sirve ya?
ESPOSA.- De mucho. (Llorando) Si lo deseas podremos tener un hijo.
HIJO.- No, no. También yo he visitado médicos. También yo en cada viaje que hago y evito que vayas conmigo, inventando excusas y negocios, lo que he hecho es someterme a mil análisis, interminables pruebas y ensayos: ¡No puedo tener hijos! Y no por esa maldita palabra, no por la “vasectomía” que me practicaron a los diecisiete años. Tampoco hubiera sido necesaria, porque por mucho que hubiera querido, no habría podido tener hijos.
La esposa está asombrada ante la confesión de su marido.
ESPOSA.- ¡Dios mío! ¡No puede ser!
HIJO.- Sí. Es así, y por eso mi vida a tu lado ha sido tan desgraciada.
ESPOSA.- Debiste decírmelo.
HIJO.- Lo odio infinitamente. Le habría perdonado el daño que le hizo a mamá, a mi hermana, a mí mismo. Le habría perdonado todo…
ESPOSA.- Pero…
HIJO.- No me dio la vida bien. Ni siquiera eso supo hacer.
(La esposa corre y abraza al hijo, aterrada, él está desencajado, destrozado).
ESPOSA.- Olvídalo. Amor, olvídate de él y ¡perdóname!
HIJO.- A ti qué puedo perdonarte. Todo se acabó. ¡Te dejo libre de mí!
ESPOSA.- (Tratando de besarlo) No… no…
(Entra la madre agitada, apurada desde el interior de la casa).
MADRE.- ¡Hijo! ¡Hijo! ¡Ha llegado, ya está aquí!
(El hijo y la esposa quedan petrificados, el hijo mira hacia el mar, da la espalda a la puerta.
Por la puerta aparecen la hermana sosteniendo al padre, una figura delgada, desencajada, vestido de oscuro.
La atmósfera es rojísima por el atardecer).
HIJO.- En la hora del ocaso. ¡Como siempre padre!
(Todos están petrificados, como esculturas, la luz desciende suavemente mientras el sonido del mar aumenta).
Telón del primer acto.
SEGUNDO ACTO
(La misma terraza del primer acto, sólo que ahora ha sido dispuesta en el centro la mesa donde se desarrolla la cena familiar. El padre se encuentra en la cabecera, a su lado derecho está la madre, al lado de ésta el hijo. Al lado izquierdo del padre está la hermana, al lado de ésta la esposa. Hermana y madre frente a frente, al igual que el hijo y la esposa.
El mantel finísimo ondula suavemente por la tímida brisa. La mesa está excelentemente bien servida: vajilla blanca, cubiertos de plata, copas de agua y vino cristalinas. El centro es el hermoso quinqué antiguo y de pantalla tallada. Hay flores y frutas en un arreglo. Una mesa auxiliar, bastante práctica, guarda los restos de la comida.
La cena está terminando. El silencio de los personajes tiene como coro la suave brisa, las olas del mar y el sonido de los cubiertos sobre la porcelana. La atmósfera está cargada de azul, con manchas de ámbar que escapan de las velas y las luces del interior de la casa.
La tensión entre los personajes es asfixiante. El padre se percata de esto, mientras termina su comida los observa a todos uno a uno. Se esquivan miradas o se devuelven sonrisas por compromiso, sin embargo el hijo no lo mirará nunca, ni siquiera levanta la vista de la comida que toma sin apetito).
PADRE.- Es agradable. La comida excelente, la mesa tan bien servida. Creí que no podría vivir un momento como éste. Los hospitales resultan tan deprimentes, paradójicamente no tienen lugar para la esperanza… los enfermos sólo guardan miedo a la muerte, siempre inevitable. Es agradable. La brisa, el calor de la compañía… (Se corta).
MADRE.- Habríamos estado mejor dentro de la casa.
HERMANA.- ¡Hace calor mamá!
MADRE.- La brisa enfría la comida y hemos tenido que encender tantas veces el quinqué…
ESPOSA.- Pensé que la pantalla protegería la llama…
PADRE.- ¡Es muy hermoso el quinqué!
ESPOSA.- Lo compré para esta oportunidad. Es muy antiguo…
PADRE.- Me gustan las cosas antiguas.
ESPOSA.- Igual a… (Se corta) En la casa tenemos varios objetos antiguos, los hemos comprado en algunos viajes. A mi esposo le gusta viajar.
PADRE.- Viajar, conocer lugares distintos, otros paisajes, otras gentes…
MADRE.- Mis hijos han heredado de ti esa afición.
HERMANA.- Que ahora resulta muy cara.
PADRE.- Antes era tan fácil viajar… las maletas sobre la parrilla de la camioneta, un encerado para protegerlas de las lluvias y carretera apenas salía el Sol…
MADRE.- Antes todo era tan fácil… (Suspira) Ahora ya ni siquiera venimos con frecuencia a la casa de la playa. ¡Hijo, deberíamos venir más seguido, reunirnos cono ahora!
HIJO.- La he puesto en venta.
PADRE.- ¿Tienes problemas?
(El hijo no levanta la cara, hay una pausita, el padre continúa).
PADRE.- Me refiero a los problemas económicos…
Ante el silencio persistente del hijo, la esposa interviene.
ESPOSA.- Siempre estamos muy ocupados. Es una lástima tenerla cerrada, deteriorándose, por eso la quiere vender.
PADRE.- Me gustaría que la conservaran, en recuerdo de este momento… quiero decir, estar aquí en familia… conservar la unión al menos en el recuerdo.
HIJO.- No hay nada en el pasado que yo desee revivir…
PADRE.- Ahora vivimos el presente.
HIJO.- dentro de poco lo habremos olvidado.
MADRE.- Hay cosas difíciles de olvidar, imposibles de olvidar.
HIJO.- No lo creo.
PADRE.- Estoy de acuerdo con tu madre.
HIJO.- Me sorprende saberlo, digo, que estés de acuerdo en algo con ella.
(La hermana se levanta).
HERMANA.- Recogeré los platos…
ESPOSA.- Yo buscaré el postre.
PADRE.- Preferiría que no se levantarán ahora.
HERMANA.- Estaré aquí… (Mira al hermano y luego dice en un tono extraño, como practicándolo para que suene bien) ¡papá!
ESPOSA.- Con su permiso, enseguida regreso…
(La esposa sale apresurada, como si se sintiera de más, la hermana recoge los platos y los dispone sobre la mesa auxiliar, luego coloca los platos de postre sobre los de servicio).
PADRE.- Es sinceramente agradable. Cocinas muy bien, hija.
HERMANA.- Gracias.
PADRE.- Estaba cansado de la comida del hospital. Sin sal, sin grasa, sin sabor, sin olor, sin color… sentarme a una mesa tan bien servida es un gran placer, más que un placer un deseo largamente anhelado.
MADRE.- Para mí es como si se realizara un sueño. (Pausita)
PADRE.- ¡Hija!
HERMANA.- ¿Sí…?
PADRE.- Acércate.
HERMANA.- ¿Qué quieres?
PADRE.- (Tomándole la mano a la hija) Me alegro de estar junto a ti… (Ahora toma la mano de la madre) Estar con ustedes…
(El hijo se levanta incómodo de la mesa).
HIJO.- Iré a ayudar a mi esposa…
(Cuando él se levanta entra la esposa. Trae el postre, mira al padre tomando la mano a la hermana y de la madre, a su marido de pie y cree haber interrumpido algo importante).
ESPOSA.- ¡Perdón!
(La madre y la hermana retiran las manos).
PADRE.- ¿Por qué debemos perdonarte?
ESPOSA.- Siento interrumpir…
HIJO.- No lo haces.
PADRE.- Por supuesto que no. Quería hablar de la familia y tú lo eres ahora.
ESPOSA.- Le agradezco que lo diga.
PADRE.- No sólo lo digo. Lo pienso con sinceridad. Desde hace mucho desee conocer a la esposa de… mi hijo. Mi único hijo varón.
HIJO.- Es extraño que fuera del matrimonio no hayas tenido otro…
MADRE.- ¡Hijo!
PADRE.- ¡No lo tuve!
HIJO.- ¡Se perderá tu no nombre y tu apellido!
PADRE.- ¡No me preocupa!
HIJO.- ¡Entonces, tampoco a mí me preocupa! Antes sí.
PADRE.- Antes era distinto.
HIJO.- Yo no, sigo siendo el mismo.
PADRE.- El tiempo lo cambia todo, tal vez no en esencia pero sí en lo formal.
HIJO.- ¡Sigo teniendo los mismos problemas formales “formales” contigo padre!
PADRE.- ¡Al fin lo has dicho!
HIJO.- Creí que lo habías entendido en mi actitud.
PADRE.- ¡Tu presencia aquí me confundió!
HIJO.- Has vivido confundido.
PADRE.- Lo dices también por ti.
(Hay una pausa breve que aprovecha la hermana. Las tres mujeres parecen quedar siempre inmóviles cada vez que el hijo y el padre se hablan).
HERMANA.- ¿Puedo servir el postre?
PADRE.- ¿Qué es?
ESPOSA.- “Mousse de Chocolate”
PADRE.- ¡Mi favorito!
ESPOSA.- (Mirando al hijo, sorprendida por las coincidencias) ¡Me alegra saberlo!
PADRE.- Hace tanto que lo tengo prohibido que ahora me impaciento por saborearlo.
ESPOSA.- ¡Le serviré!
MADRE.- ¡Déjame a mí!
HERMANA.- ¡Quédate tranquila, mamá!
MADRE.- He quedado para que mis hijos me regañen por todo.
PADRE.- Es normal. Nos damos cuenta que han crecido el día que nos regañan con las palabras. De niños también lo hacen, los llantos, los silencios, las huidas, todo es un regaño a los padres. Somos siempre culpables a sus ojos, de todo y por todo.
HIJO.- Nunca asumen las culpas… Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y el castigo alcanzó también a sus hijos, y pretendieron que rindieran pleitesía y culto al que así lo condenó.
MADRE.- ¡No blasfemes!
PADRE.- Los dogmas cristianos encierran el sentido ético de la fe.
HIJO.- Sí, existen cosas que no deben ponerse en discusión. ¿Es eso lo que quieres decir?
PADRE.- ¡Más o menos!
HIJO.- ¡Los hijos no tenemos derecho a juzgar las acciones de los padres!
PADRE.- Al crecer deberían ver el mundo desde otras perspectivas y no asumir la “venganza” como respuesta.
HIJO.- ¡Si los hijos se vengaran de los padres, como dices, serían una raza de asesinos!
PADRE.- ¡Tal vez!
ESPOSA.- Aquí tiene el postre.
HERMANA.- Aunque no deberías comerlo.
PADRE.- No te preocupes, hija, la vida se ha encargado de “asesinarme”, y ya no hay remedio, es mejor vivir lo que nos queda como si se cumpliera nuestro último deseo…
MADRE.- No digas eso.
PADRE.- Para qué ocultarlo. Sé perfectamente que me voy a morir. El médico fue claro conmigo, desde un principio. Le dije que prefería morir fuera del hospital, cuando hablé contigo hija y me ofreciste venir aquí, sentí que tenía la oportunidad de verlos y hablarles, decirles lo mucho que los he querido, que los he necesitado, lo mucho que, a pesar de las distancias y los rencores y los reclamos, me han hecho falta…
HERMANA.- (Conmovida) ¡Papá!
PADRE.- Por eso agradezco que me hayan invitado a cenar aquí… (Mira el postre).
(La madre está llorando quedamente, la hermana muy conmovida, la esposa silenciosa, el padre se da cuenta y trata de desviar la situación).
PADRE.- ¡El chocolate! (Come) Exquisito… ¿También te lo debemos a ti, hija?
HERMANA.- No.
PADRE.- ¿Lo hizo mi nuera?
ESPOSA.- Me habría encantado hacerlo pero…
PADRE.- No lo creeré, ni que me lo juren podré creerlo.
ESPOSA.- ¿Qué?
PADRE.- Tienes que haberlo hecho tú…
MADRE.- No sabe cocinar.
ESPOSA.- Es cierto. Al menos no tan bien como tu hija.
PADRE.- (Le habla ahora a la madre, con buen humor) No me convencerás que lo hiciste tú, jamás te gustó la cocina…
MADRE.- ¿Ah, no? Cuando nos casamos engordaste quince kilos, dejaste de ser el hombre flaquísimo que eras…
PADRE.- No he dicho que no sepas cocinar, ero un “mousse” de chocolate no cabe en tus especialidades…
MADRE.- ¡Tienes razón! Esta comida que prepara mi hija me asombra. Como si fuera un restaurant. Yo sin carne, arroz, granos, pastas, no sé qué hacer en la cocina…
PADRE.- No hay reclamo, mujer, a veces sueño con los espaguetis de los domingos…
MADRE.- ¡Hechos en casa! (Pausita) No he vuelto a amasarlos. Algunos domingos intento hacerlos, no frescos sino los que venden en los supermercados… pero no queda igual…
(El padre advierte que nuevamente se volverá melancólica, dice con simpatía).
PADRE.- Me he comido todo el chocolate y no sé aún quién lo hizo… (Repentinamente, mirando a su hijo, con esperanza) ¿Tú hijo?
(Es la primera vez que se miran frente a frente.
La esposa interrumpe en un tono avergonzado).
ESPOSA.- Lo compré en la pastelería.
PADRE.- ¡Ah! Entiendo…
ESPOSA.- Traeré el café…
HIJO.- Te acompaño.
HERMANA.- Tú quédate, iré yo…
(Quedan el padre, la madre y el hijo. Luego de una pausa tensa).
MADRE.- Mi hijo no se lleva bien con su esposa.
HIJO.- ¡Eso no es cierto, mamá!
MADRE.- Pero…
HIJO.- ¡Cállate por favor!
(Nueva pausa).
PADRE.- Hemos estado demasiado tiempo callados, (Pausita) Apenas has dicho tres o cuatro cosas desde que llegué, durante la cena…
HIJO.- No tengo nada que decir…
PADRE.- Al menos tendrás que escuchar…
HIJO.- No lo creo.
MADRE.- Es tu padre…
HIJO.- No he podido olvidarlo a pesar de los esfuerzos, mamá. (Al padre) Ya eres tan valiente como para bromear y conservar el humor luego de tanto tiempo y justamente ante la inminencia de tu muerte… te diré que no estuve ni estaré de acuerdo con este encuentro entre ambos. No hace falta. No quiero hacerte daño, ni hacérmelo más a mí mismo ¿entiendes?
PADRE.- Intento.
HIJO.- Siento mucho que estés físicamente tan enfermo. Puedes quedarte todo el tiempo que desees aquí en la playa, con mamá, con mi hermana… pero no me quedaré esta noche.
MADRE.- ¿No te quedarás?
HIJO.- Tengo cosas qué hacer en la ciudad, mañana, muy temprano…
MADRE.- Pero viajar de madrugada…
HIJO.- Es apenas una hora de camino…
MADRE.- Hijo…
PADRE.- Déjalo. Dije que intento entenderte, sinceramente quiero entenderte… supongo que no te negarás, al menos, antes de irte, a que hablemos tú y yo a solas…
HIJO.- Ya te dije que no tengo nada que decirte.
PADRE.- Escúchame, nada más.
HIJO.- ¿No te das cuenta que me molesta escucharte? Sigues manipulando a mamá y a mi hermana con falsos cariños y arrepentimientos y bromas y risas. Te conozco, la gente no cambia por el hecho de que está a punto de morir.
PADRE.- No he cambiado. No tengo por qué cambiar.
HIJO.- Ya está dicho todo. Te he oído.
MADRE.- No discutan, por Dios.
PADRE.- No quiero discutir. Te estoy pidiendo que me oigas. ¿Qué quieres que haga ahora? ¿Qué lo suplique? ¿Qué te lo pida argumentando que voy a morir…? ¿Qué te lo ruegue por compasión, por la mínima consideración que merece un ser humano moribundo…?
HIJO.- ¡No más chantajes!
PADRE.- Intento sólo una oportunidad para que me escuches. Hazlo una vez en tu vida, escúchame tú a mí.
HIJO.- Lo hice bastante, me cansé de escuchar tus planes para conmigo, lo que esperabas de mí, cada momento, delante de tus amigos, del resto de la familia, de mis compañeros, de todo el mundo, siempre comprometiéndome con lo que querías que yo fuera, pero jamás me preguntaste qué era lo que yo quería de mí mismo.
PADRE.- Pero terminaste siendo lo que querías, no lo que yo esperaba como dices. ¿Por qué ahora no darme la oportunidad de hablar?
HIJO.- Porque no lo deseo, porque no lo quiero.
PADRE.- Y así vuelves a triunfar sobre mí ¿no es cierto? ¿Te cuesta tanto complacerme?
HIJO.- No lo hiciste nunca conmigo.
PADRE.- ¡Eres tan difícil hijo!
(Entran la hermana y la esposa con el juego de cafetera y tazas sobre una bandeja, todo también de porcelana).
HERMANA.- El café.
PADRE.- ¿Bien tinto?
HERMANA.- Sí, a todos nos gusta igual…
ESPOSA.- Yo me acostumbré a tomarlo así, al principio engañaba a mi marido y sin que se diera cuenta ponía un poco de agua caliente en mi taza. Hasta que un día le dio por servir el café, él mismo. Sufrí una gastritis y también de insomnio, hasta que al fin me acostumbré.
HIJO.- Uno se acostumbra a todo.
PADRE.- Lo que no quiere decir que no añoremos lo que hemos dejado de hacer…
HERMANA.- ¿Hablas en serio papá?
PADRE.- No me queda tiempo para bromas, aunque parezca o se crea que hago gala de buen humor. (Pausita) ¡Había preparado un discurso para esta noche!
MADRE.- Me gustaría oírlo.
PADRE.- ¿Seguro?
MADRE.- Siempre me gustó escuchar tus discursos. Me sentía orgullosa de ser tu esposa, de acompañarte… (Con sincera y honda emoción) Recuerdo una vez que llevé a mis hijos, era un acto de graduación y te habían nombrado padrino…
PADRE.- (Con simpatía) ¡Ya sé lo que vas a contar!
HIJO.- Mamá siempre repite los mismos cuentos…
MADRE.- Está bien, no diré nada.
HERMANA.- Vamos, mamá, habla…
PADRE.- Sí, me gustaría oírlo otra vez…
ESPOSA.- Yo no lo conozco…
MADRE.- Deberías conocerlo. (Animada) Fui con mis dos hijos… El acto era muy largo, yo senté a mi hija de un lado y del otro a mi hijo. Ambos se quedaron dormidos antes que papá hablara. Cuando llegó el momento de su discurso intenté despertarlos para que oyeran hablar a papá. La niña abrió los ojos, papá empezó, pero mi hijo se empeñaba en dormir, yo estaba concentrada en las palabras de papá, su voz llenaba el inmenso auditórium… hablaba de una despedida que era el principio de una nueva vida, algo así, ya lo he olvidado… de pronto, sin que hubiera un motivo, todos comenzaron a reír… los de las primeras filas susurraban algo y reían, poco a poco… los cuatrocientos alumnos que se graduaban reían, luego los familiares, los demás profesores, incluso los rectores que estaban en la mesa del escenario. Papá veía incómodo, pero seguía hablando. Luego entendí, muy cerca de los pies de papá había un enorme charco. Dios mío, no podía creerlo. MI hijo se había orinado dormido y el chorrito había corrido justamente a los pies de su padre.
(La esposa ríe con simpatía, el padre también).
PADRE.- Sí, fue muy divertido.
HIJO.- Aquella vez no te lo pareció. Tampoco reíste, ni siquiera te interesó discutirlo conmigo. Mamá empezó a contarlo con una gracia hasta que tú le prohibiste que volviera a mencionarlo…
MADRE.- Lo hizo para que no te sintieras avergonzado…
HIJO.- ¿Eso te dijo?
PADRE.- Era la verdad.
HERMANA.- Aquello ya no tiene importancia
HIJO.- Me seguí orinando mientras dormía hasta los doce años de edad. Coincidió con la partida de papá, ¿no fue así madre?
MADRE.- Sí, creo que sí…
(Un pequeño silencio se rompe con la voz de la esposa).
ESPOSA.- ¿Un poco más de vino?
PADRE.- ¡Sí, me gustaría!
(La esposa luego sirve a la hermana que por primera vez le devuelve una sonrisa. Ahora la esposa sirve en la copa al hijo, pero se corta, sin saber si entregársela, pues él está de espaldas, mirando al mar. La hermana le quita la copa a la esposa, se acerca al hijo).
HERMANA.- Tu copa, hermano.
HIJO.- ¡También yo tengo un cuento!
HERMANA.- Quería proponer un brindis, y que papá diera su discurso.
PADRE.- Prefiero escuchar ese otro cuento.
MADRE.- Sí, es muy hermoso recordar…
HERMANA.- ¡Mamá!
MADRE.- ¿He dicho algo malo?
PADRE.- No. Puedes comenzar hijo.
HERMANA.- ¡No seguiré aquí!
PADRE.- ¡Te ruego que te quedes!
HIJO.- ¡También yo te lo pido!
(La hermana toma de un trago la copa y luego se sirve otra, se aleja un poco de ellos. Luego de la pausa el hijo empieza).
HIJO.- Recuerdo que vivíamos en nuestra primera casa, ¡la que tú vendiste papá!
MADRE.- Estaba vieja, los alquileres en la capital estaban altos, y no regresaríamos al pueblo, ustedes estudiaban en la ciudad y… (Como una cosa lógica) ¿Para qué la íbamos a conservar? Necesitábamos el dinero.
HIJO.- Habíamos nacido en aquella casa grande y vieja…
PADRE.- Tuvimos que salir de ella…
HIJO.- ¡Como yo tengo que salir ahora de esta, así que no entiendo por qué quieres que la conserve en recuerdo de este encuentro familiar!
(La hermana habla desde su sitio, mirando al mar).
HERMANA.- El recuerdo pertenece a la memoria, no a las cosas.
PADRE.- Sí, tienes razón. (A hijo) Fue una tontería mía haber dicho aquello.
HIJO.- Nuestra primera casa, familiar, muy familiar la recuerdo, con su salón biblioteca donde estaba tu escritorio y nos sentábamos todas las tardes.
MADRE.- Eran tiempos maravillosos…
PADRE.- Sí.
HIJO.- Nos sentábamos a tu alrededor y ponías en nuestras manos pequeñas, los libros que tú creías que debíamos leer para convertirnos en unos niños inteligentes: ¡Modelos! ¿No era esa la palabra que usabas, papá?
PADRE.- ¡Eran mis hijos! ¡Todos admiraban a mis hijos!
HIJO.- ¡Sí, como en un circo, o en una vitrina!
HERMANA.- ¡No sigan!
HIJO.- ¡Quiero terminar!
ESPOSA.- Amor…
MADRE.- ¿Se van a pelear?
HIJO.- No vamos a pelear, mamá. Tú comenzaste con tus historias y ahora yo quiero contar una que recuerdo…
PADRE.- ¡Sigue!
HIJO.- Querías que fuéramos unos niños modelos; para lo cual, según la edad, debíamos ir cumpliendo un programa de estudios y lecturas que tú habías planificado, como lo hacías en tu trabajo, a la perfección. Nos sometías al ensayo de un nuevo proceso de enseñanza como si fuéramos conejillos de indias…
PADRE.- Cada padre quiere brindarle lo mejor a sus hijos, según sus propios principios, creencias, moral… ¡Todo eso me parece normal!
HIJO.- ¡No he dicho lo contrario!
HERMANA.- ¡No tiene sentido que continúen esta discusión!
HIJO.- Repito que no discutimos, y reclamo mi derecho a terminar la historia.
PADRE.- Te escucho, me alegro de poder escucharte. Era precisamente lo que pretendía.
HIJO.- Yo detestaba aquellos libros enormes y títulos como “David Cooperfield” y esa literatura tipo Julio Verne para niños. Yo quería leer los libros empastados de cuero y con letras doradas… ¿Y qué hiciste tú, papá? Cambiaste el orden de la biblioteca, todos esos libros en los últimos anaqueles, los más altos, los inalcanzables…
PADRE.- Desde mi punto de vista tenía razón, y no sólo intelectual, sino práctica, e incluso simbólica: la distribución de los libros en la biblioteca se correspondía con las metas que debían ir alcanzando, cada anaquel era un paso hacia el conocimiento, el saber, la realización…
HIJO.- ¡Yo me salté tus pasos!
PADRE.- ¡Siempre lo hiciste!
HIJO.- Y robé tus libros del último estante: Sartre, Camus, Genet, Wilde, tantos otros, y un día delante de tus invitados, los que venían a admirar a tus hijos presos en tus dominios, recité varios pasajes de estas obras, los más soeces, los más desesperados, los que, en mi ya angustiada mente infantil, traducían mi miedo, mi soledad, mi impotencia… ¿Lo recuerdas papá?
PADRE.- Sí. No te castigué, a pesar de haber descubierto el engaño, los libros rotos, en los anaqueles solamente los forros empastados de los libros, con cualquier cosa dentro para que yo creyera que seguían estando ahí, en su lugar, donde debían estar… No te castigué a pesar de haber encontrado los libros descuadernados y húmedos de orín bajo el colchón de tu cama. No te castigué y debí hacerlo.
HIJO.- Lo hiciste. Yo me divertí al mirar los rostros de tus amigos llenos de asombro, y tú enrojecido, iracundo, burlado, tratando de guardar la compostura en tu traje de fiesta. Hubiera preferido un castigo físico y no el que siempre me impusiste, aún más cruel desde aquel día.
HERMANA.- ¡Basta ya! Si quieren seguir gritándose insultos y culpas el uno al otro, no seguiré aquí. Estoy harta de ser árbitro, ahora mamá empezará a llorar y tu esposa se verá obligada a tomar partido para el resto de su vida, lo mismo que nos obligaron a hacer a nosotras. No es justo. ¡Si quieren gritar, y reclamar, háganlo lejos de aquí!
PADRE.- No vine a gritar, ni a reclamar. Vine a pedir perdón. (Pausita)
(La madre llora suavemente en su puesto, la esposa cerca de su marido está muy impresionada, la hermana separada de ellos, también ahogando el llanto, desesperada, tensa.
El padre continúa con la profunda emoción).
PADRE.- Vine a decirles lo mucho que los he extrañado todos estos años, perdido, exiliado de mí mismo… ¿Qué me obligó a dejar a mi familia? ¿Qué me llevó a dejarlos, a huir? ¿Te has hecho esa pregunta, hijo? ¿Por eso te negaste a tener hijo, por eso lo sigues haciendo? ¿Por miedo a estar en mi lugar y al menos preguntarte por qué me fui? (Rápido) No, tampoco ahora te pido una respuesta, ya tendrás seguramente tu juicio, te conozco, lo haces muy bien, inflexible, con mucho rigor, el mismo que te has impuesto para alcanzar lo que buscas. Pero no es así. No hay que ser tan obstinado ni estar tan seguro de lo que se pretende, la vida impone cambios, movimientos. Me fui de la casa, hui, y tienes cierta razón: había egoísmo, cobardía, miedo, en esa huida. Una vez salimos de nuestra vieja casa todo se tornó horrible. Veía en tus ojos lo que luego escuché en tus propias palabras. No eras feliz de ser mi hijo. Yo me había equivocado, eso dijiste. (Pausita) Creí que lejos de la casa podría olvidarme de tus reproches, de tu hermana y de tu madre plegadas a ti y ocultando las miradas para que yo no descubriera en ellas que me creían culpable. Culpable de algo que ni siquiera sabía lo que era. No me fui buscando otra mujer, me fui buscando otra vida, creyendo que podría encontrar otra vida. Pero sobre un fracaso construí otro. (Conmovedor, luego de pausa) Yo traía un discurso. Yo quería decirles… (Habla a la madre) a ti, la única mujer que he amado, (Ahora a los hijos) a ustedes, mi primeros hijos… yo quería decirles que no supe cuál había sido mi error sino cuando estaba demasiado lejos de ustedes. Pretendí una familia perfecta en lo que yo fuera un dios, un ejemplo, una guía, puse todo mi esfuerzo, mi razón, mi amor y me olvidé que yo era el más imperfecto. (Pausita) ¿Qué hay ahora dentro de mí? Una profunda tristeza, una terrible amargura más dolorosa que la enfermedad del cuerpo. Yo vine buscando alivio a unas heridas que me mataron hace tiempo. Y aquí estoy, otra vez extraviado, con el discurso olvidado, sin saber si es perdón lo que vine a pedir porque me encuentro con la vergüenza de ver en ustedes más heridas, dolores y amarguras que en mí mismo. ¿Qué puedo decir? ¿Qué argumento? ¿Cómo justifico? He vivido, y si eso hay que pagarlo con sufrimientos, yo saldé mi cuenta. No volví a ser el mismo hombre después que me fui, apenas un fantasma de aquel que ustedes querían que yo fuera. Yo me equivoco como cualquier padre, como cualquier hijo. (Siempre sincero) … … Yo yerro y acierto a ciegas como todos los hombres. Yo pretendí hacerte mejor que a mí mismo. Yo inconforme de mí buscaba en mi hijo la obra perfecta. Pero no soy un dios ni tú eres de barro. Muy tarde lo he comprendido. Una cosa tan sencilla como es querer y enseñar a un hijo me llevó a la desgracia. ¿Y sabes por qué? Por tanto amor propio y miedo a un nuevo fracaso. Temí quedarme y verte a ti y a mi hija fracasar, igual que había fracasado yo ante mis propios ojos. Ustedes fueron mi vida, y cuando quise cambiar, sin ustedes no encontré alternativa.
(El padre termina y un profundo silencio reina entre los personajes. Nadie habla, callan, ni siquiera se miran, se escucha el sonido del mar por un momento, luego de la pausa difícil, se escucha de nuevo la voz del padre).
PADRE.- Iré a caminar, un rato, por la orilla del mar. Los médicos insistieron en que la playa y el aire libre, harían menos difícil mis últimos días.
(El padre avanza hacia la escalerilla que da hacia la playa, la madre se levanta y lo detiene con la voz).
MADRE.- ¿Quieres que te acompañe?
PADRE.- ¿Quieres acompañarme…?
MADRE.- Sí.
PADRE.- ¡Vamos!
(El padre le extiende la mano a la madre. Ella se acerca y toma la mano del ex marido, avanzan unos pocos pasos, el hijo está cerca de la escalerilla que desciende hacia la playa. El padre se detiene junto a él). (Pausita).
PADRE.- ¿Te irás?
HIJO.- Sí.
PADRE.- Si no te encuentro a mi regreso, quiero que sepas que nunca hubo un motivo para que no me sintiera orgulloso de mis hijos.
HIJO.- ¡Hipócrita!
(El padre escucha esto, la madre ahoga un nuevo llanto, el padre desciende la escalera lentamente, desaparecen juntos.
Quedan ahora el hijo, la hermana y la esposa).
HERMANA.- ¡Está arrepentido!
HIJO.- No le creo. En todo caso, actuará por miedo, el mismo temor que siempre tuvo a todas las cosas. Ahora va a morir y vuelve el miedo. Es un egoísta, sólo piensa en él, nada más.
ESPOSA.- Pero, es tu padre…
HIJO.- Y no me arrepiento de haberle dicho una vez, que hubiera preferido no haber sido su hijo.
ESPOSA.- ¡Por Dios!
HIJO.- Dios no tiene nada que ver en esto. En tal caso Satanás. Yo no le pedí que me trajera al mundo. No tengo la culpa de haber nacido.
HERMANA.- ¡Nadie pide nacer!
HIJO.- Pero se nace, y la razón viene consigo.
HERMANA.- ¿Por qué lo odias tanto?
HIJO.- (Luego de una pausa) Iré a cambiarme, ¡regresaré ahora mismo a la ciudad!
(El hijo sale, la esposa lo mira ir, se queda para hablar con la hermana).
ESPOSA.- También yo quisiera saber por qué ese odio…
HERMANA.- Son iguales…
ESPOSA.- Sí, me he dado cuenta, antes apenas sabía que su padre también había sido un gran educador, nada más. Nunca me habló de él, como si no existiera, y tampoco tuve la suerte de haber sido tu amiga, o aceptada por tu madre… así que es tan poco lo que sé de su familia.
HERMANA.- Lo que has visto hoy es apenas un asomo. El tiempo ha pasado, y es como si el transcurrir les hubiera quitado fuerzas a los dos, o los obliga a un cierto silencio, será que el odio también crece y los ha vuelto parcos en los insultos, en las cosas terribles que se dijeron alguna vez…
ESPOSA.- ¿Qué cosas?
HERMANA.- Lo mismo de ahora. Mi hermano le gritaba que había sido una desgracia haber nacido con su mismo nombre y apellido, con su misma sangre; y papá decía que de haber sabido como crecería, lo habría matado al nacer con sus propias manos…
“Cría cuervos y te sacarán los ojos…” eso le gritaba, y mamá y yo los escuchábamos maldecirse una y otra vez. Cómo podría ahora creer en el amor.
ESPOSA.- Tú misma dijiste que tu padre está arrepentido. También yo lo creo así.
HERMANA.- Pero mi hermano no lo creerá nunca. Se sabe igual que papá, no creerá en su arrepentimiento hasta que él mismo no lo sienta igual.
ESPOSA.- ¡Pero mi esposo no tiene la misma edad de su padre, ni el mismo cansancio, ni la misma enfermedad!
HERMANA.- Ellos nacieron al mundo el día que empezaron a odiarse, no han vivido para más nada…
ESPOSA.- ¡Mentira, no es verdad!
HERMANA.- Tienes miedo de aceptarlo, te entiendo. Pero debes convencerte. Ellos tampoco saben lo que es el amor.
ESPOSA.- Él me quiere, me ama, lo sé.
HERMANA.- ¡No es verdad!
ESPOSA.- Son humanos, no unos monstruos como tú pretendes…
HERMANA.- No podrás hacerlo cambiar…
ESPOSA.- (Apurada, atormentada) No recogeré nada ahora, vendré otro día a buscar las cosas… no lo dejaré regresar solo.
HERMANA.- También yo me iría con él, si no estuvieras tú.
ESPOSA.- No lo dejaré nunca.
HERMANA.- Él te dejará a ti. Y créeme, lamento no poder ayudarte a poder conseguir el hijo que deseas…
ESPOSA.- Ya no lo quiero.
HERMANA.- Hace apenas unas horas creías que un hijo era lo que él necesitaba.
ESPOSA.- Pensaba que lo podía tener…
HERMANA.- ¿Y…? Termina de hablar… ¿qué te ha hecho desistir, así de repente? ¿Los métodos artificiales, la operación de la que hablabas…?
ESPOSA.- ¡No servirá de nada!
HERMANA.- (Acercándose como una fiera) ¿Por qué…?
ESPOSA.- ¡No debí pedirle un hijo nunca!
HERMANA.- Yo tenía razón, eres tan débil, esa misma debilidad te apartará de su lado. También tú tienes miedo… Te has dado cuenta que son iguales, temes que pase lo mismo entre él y un hijo suyo, una sola discusión con papá te ha bastado para desistir de tu propósito. Ahora me entiendes a mí ¿desgraciada? Entiendes por qué estoy soltera y sin hijos y sin poder apartarme de su lado…
ESPOSA.- ¡No es lo que tú crees!
HERMANA.- ¿Qué es entonces?
ESPOSA.- No soy yo quien debe decírtelo.
HERMANA.- ¿Acaso él?
ESPOSA.- Tal vez. (Se aparta de la hermana con fuerza y la enfrenta con valor) No soy tan débil como crees. No voy a tomar partido por él o por su padre como dijiste hace un rato…
HERMANA.- Si quieres vivir con él, te verás obligada a tomarlo.
ESPOSA.- No. No pienso cometer tu misma equivocación. La de tu madre hace tiempo al ponerse de parte de su hijo, y ahora, haciendo lo mismo con su marido. Ustedes dos los separaron más, alimentaron ese odio…
HERMANA.- Cállate, no vuelvas a repetirlo.
ESPOSA.- Es la verdad. Te pusiste de parte de tu hermano, de mi esposo, separándote de tu padre, viéndolo como culpable de todos los errores que cometieron entre cada uno de ustedes, ¡pero no quisieron ver sus propias equivocaciones!
HERMANA.- ¿Qué puedes saber tú?
ESPOSA.- Más de lo que tú crees. Sigues empeñada en ver tu vida entre tu hermano y tu padre, al lado de tu madre. Y te vas a quedar sola.
HERMANA.- ¡Primero te apartaré a ti!
ESPOSA.- No podrás. Nada me apartará de él, y tus padres, ya terminaron sus vidas, míralos, allá, a lo lejos, comienzan a desaparecer.
HERMANA.- No ganarás nada a su lado. Jamás tendrás con él esa pretensión absurda, esa quimera, esa maldita esperanza que es la felicidad.
ESPOSA.- Sí, hoy me he dado cuenta que no necesitamos un hijo para ser felices. Está él, amándome, y yo, con tanto amor, que ya no sé cómo nombrar mis sentimientos. Eso será suficiente. Soy yo la que debo hacerlo feliz y no un hijo mío.
HERMANA.- Es como todos los hombres, igual que papá y no se sentirá feliz si no tiene un hijo. El tiempo me dará la razón. Y en verdad, lo siento por ti.
ESPOSA.- No lo sientas, si en el futuro no logro lo que me propongo, entonces sí, tenme lástima, ódiame si quieres, pero no ahora, porque voy a luchar con todas mis fuerzas y con tanto valor que ni tú, ni nadie, reconocerán en mí la mujer que he sido hasta hoy. Todo lo que ha pasado me ha descubierto una sola cosa, la más importante, lo amo, lo adoro y sé que este amor dará sus frutos.
(La esposa dicho esto, parece iniciar el mutis cuando aparece en el umbral de la puerta que da a la terraza, el hijo, nuevamente viste la ropa que llevara al principio de la acción).
HIJO.- ¡Ya estoy listo!
ESPOSA.- ¿Tan rápido…?
HIJO.- No quiero permanecer un solo instante más aquí… ¿Regresarás mañana?
ESPOSA.- Regreso ahora mismo, contigo, y te ruego que esperes un momento, mientras me cambio y recojo algunas cosas…
(Ella va a iniciar la acción de recoger las cosas que hay sobre la mesa, pero la hermana la interrumpe).
HERMANA.- Por esto no te preocupes, lo ordenaré yo.
ESPOSA.- (Mirándola de frente) ¡Gracias!
(La esposa sale, apresurada).
(La hermana queda con el hijo).
HERMANA.- Entonces, ¿te vas…?
HIJO.- Es lo mejor.
HERMANA.- ¿Para quién?
HIJO.- Para todos nosotros…
HERMANA.- ¿Te vas y me dejas aquí?
HIJO.- Me voy, y quiero dejarlo todo aquí…
HERMANA.- ¿También a mí?
HIJO.- Me temo que sí…
HERMANA.- La misma acción de papá hace años…
HIJO.- Sí, lo he comprendido. Necesito desprenderme, alejarme de la familia, buscarme al otro que soy yo y a mí mismo, ya era hora…
HERMANA.- Sus mismas razones…
HIJO.- Tal vez sí… Un día decidimos abrir los ojos y nos damos cuenta que estamos ahogados en un mar loco, de rencores, y tenemos la necesidad de huir. Sólo que yo no fracasaré como él…
HERMANA.- ¿Cómo puedes estar tan seguro?
HIJO.- Nuestra familia no existió nunca, sino en la imaginación de cada uno de nosotros, y en cada mente era distinta. Papá esperaba otros hijos, otra esposa. Mamá quería la imagen pública de su marido profesor. Tú y yo soñábamos imposibles y vivíamos una mentira. Nuestros padres eran lo que siguen siendo, ejemplares perfectos de una cierta clase ahogada, frustrada, detenida, con una enferma esperanza que no se concretaría jamás, y nosotros sus hijos modelos. El amor se fue hundiendo entre los resentimientos. Ninguno tuvo la fuerza y el espíritu para sobrevivir a la catástrofe. Estamos aquí, hermana, tú y yo. ¿Qué hicimos de nuestras vidas, qué estamos haciendo de ellas? ¿Por qué seguir arrastrando aquel primer fracaso, hasta cuándo?
HERMANA.- No hay otra salida.
HIJO.- Al menos intento buscarla. Se acabó la pesadilla, cada uno por su lado…
HERMANA.- No eres justo conmigo.
HIJO.- Nos hemos hecho mucho daño juntos. Todos los hijos tienen un día para irse, y todos los padres un momento para comenzar otro camino. Tal vez para la soledad. Cada quien por su lado, solos…
HERMANA.- No puedes dejarme aquí, sola. No sé qué hacer.
HIJO.- Tendrás que aprenderlo.
HERMANA.- Egoísta, eres tan igual a papá. Ahora te vas como lo hizo él, y no te importa lo que sea de mí y de mamá. Tienes razón, tenemos una responsabilidad con nosotros mismos, pero también otra de familia.
HIJO.- Te dije que no existe, nunca existió.
HERMANA.- No es verdad, porque yo estoy aquí. Papá morirá mañana o pasado, mamá encontrará un nuevo motivo para seguir viviendo, como siempre de recuerdos. Soñará día y noche con esta despedida y el mutuo perdón entre ella y el único hombre que amó en su vida. Y yo estaré condenada a estar aquí, a su lado, su enfermera, su dama de compañía, mirándola envejecer, pendiente de su comida, de su respiración, de las pastillas, vigilando sus sueños…
HIJO.- ¡Todo eso lo inventas para atormentarme!
HERMANA.- Todo eso está ahí, delante de mis ojos, una verdad tan grande y tan cruel que tú no quieres mirarla, que prefieres no hacerlo para evitar ese obstáculo para comenzar eso que intentas buscar. ¿Y yo…? ¿Qué hago yo para cerrar los ojos? ¿Matar a mamá? ¿Recluirla en una casa de ancianos? ¿Puedo hacerle eso a mi madre? ¿Qué me estás dejando a mí? ¿Qué obscuro y abstracto razonamiento sobre mi propia responsabilidad? ¿Acaso no estoy aquí? ¿Cómo puedo desprenderme de la que ha sido para bien o para mal mi familia? ¿Qué me estás pidiendo hermano? ¿Un último sacrificio? ¿Me estás matando para tener tu propia vida?
HIJO.- No…
HERMANA.- ¡Dime al menos que eso es lo que esperas de mí… porque te amo tanto, porque yo sí sé lo que es el amor, y mi hermandad y mi solidaridad contigo, tanto que si tú me lo pides, no me importa morir para que tú vivas!
El hermano se abraza con fuerza a su hermana.
HIJO.- No, no, no es eso. Sólo te ruego que nos demos una oportunidad. No podemos seguir juntos…
HERMANA.- (Llorando abrazada a él) No me quiero quedar, tengo tanto miedo…
HIJO.- Hemos tenido mucho miedo, muchos silencios, mucho dolor. No somos malos, ni buenos, ni enfermos… ¡Vivimos nada más!
HERMANA.- ¿Y crees que podrás hacerlo al lado de ella?
HIJO.- Necesito creerlo. Necesitamos creer en alguien, hermana.
HERMANA.- Yo sólo creo en ti…
HIJO.- Pero te hago daño.
HERMANA.- No es verdad.
HIJO.- Entiéndelo, te lo ruego…
HERMANA.- ¿Por qué tu esposa cambió de opinión respecto al hijo?
HIJO.- ¿Hablaron de eso?
HERMANA.- Dice que ya no lo quiere. ¿Qué sucedió?
HIJO.- Nada.
HERMANA.- Ya no tienes confianza en mí.
HIJO.- hay cosas que deben quedar en la intimidad, entre mi esposa y yo.
HERMANA.- Nunca me ocultaste nada.
HIJO.- Ahora debo hacerlo.
HERMANA.- ¿Entonces, te vas?
HIJO.- Sí.
(La hermana se separa y con voz desgarrada).
HERMANA.- ¿Qué sucedió entre ella y tú?
HIJO.- La amo, hermana, sé que la quiero…
HERMANA.- ¿Y tendrán hijos?
HIJO.- No creo que nos hagan falta.
(La hermana está asomada a la terraza).
HERMANA.- Ya no veo a papá, ni a mamá… ¿Qué se hicieron?
HIJO.- Estarán detrás de las piedras, al otro lado del rompeolas…
HERMANA.- (Llorando, sin verlo) Yo siempre te amé, estuve a tu lado, de tu parte, contigo. Yo siempre adorándote y admirándote… ¿Qué voy a hacer ahora sin ti?
HIJO.- Pensar en ti…
HERMANA.- ¿Crees que pueda?
HIJO.- Al menos inténtalo. Y recuerda que siempre seguiré siendo tu hermano, seguiremos juntos, pero no para agotarnos en nuestros fracasos. Estaré contigo, seguiremos juntos, si logramos sobrevivir las amarguras y tener la felicidad.
(La hermana gira sobre sí y mira al hermano).
HERMANA.- Estaré siempre a tu lado. Tienes razón, no más sufrir, no más fracasos, tienes derecho a intentarlo. ¡Dios te bendiga, hermano!
(Ella se acerca tímidamente, lo abraza, lo besa con profunda ternura y amor infinito, luego separándose de él le dice con suavidad).
HIJO.- ¡Adiós!
(Ella sale apresurada, el hijo queda solo en la terraza, se asoma al mar, hay una suave mueca de alivio en su rostro, luego se sienta a esperar, por el lateral contrario a donde está sentado el hijo, aparecen el padre y la madre, ella viene prendada del brazo del padre, caminan lentamente).
MADRE.- ¿Has visto el cielo? Ya en las ciudades no pueden verse las estrellas. Aquí es distinto.
PADRE.- Te estoy muy agradecido.
MADRE.- ¿A mí?
PADRE.- Sé que tengo tu perdón.
MADRE.- Estar de nuevo a tu lado, aunque sea un instante, ha sido suficiente…
PADRE.- ¿Qué harás?
MADRE.- ¡¿Ahora?!
PADRE.- Cuando haya muerto.
MADRE.- No…
PADRE.- Te rogué que habláramos de esto como algo natural…
MADRE.- No sé lo que haré. Creo que lo mismo que he hecho hasta ahora… esperar… los domingos para ver a mi hijo, todos los días a mi hija… hasta que llegue la muerte.
PADRE.- Ellos deben hacer sus vidas.
MADRE.- Sí.
PADRE.- Es difícil entenderlo, pero un día dejamos de ser importantes para los hijos y debemos desaparecer…
MADRE.- ¿Qué me pides que haga? No puedo suicidarme…
PADRE.- No te pido que desaparezcas, pero hay que dejarlos un poco…
MADRE.- ¿Cómo? (Luego de una pausita, suspira hondamente) ¿Qué será de mí?
(La madre se sienta en la escalera que asciende hacia la terraza, el padre lo hace a su lado, perecen dos jóvenes, incluso novios enamorados).
MADRE.- ¿En qué nos equivocamos?
PADRE.- Son muchas preguntas…
MADRE.- Algo hicimos mal…
PADRE.- Algo hicimos bien…
MADRE.- ¿Es así vivir?
PADRE.- No lo sé, al igual que tampoco conozco la muerte. Pero a las dos hay que enfrentarlas sin miedo. Eso aprendí, tal vez un poco tarde.
(La voz del hijo se acerca a la escalerilla atraído por los murmullos sorprende a los padres).
HIJO.- ¡Papá!
MADRE.- ¡Hijo, no te has ido!
HIJO.- (Al padre) ¿Puedo hablar contigo?
PADRE.- Sí…
MADRE.- Los dejaré solos…
(La madre se apura y desaparece en el interior de la casa).
PADRE.- Me alegro que no te hayas ido sin despedirnos.
HIJO.- Es la última vez que vamos a vernos.
PADRE.- Seguro.
HIJO.- No quiero hacerte daño, te lo aseguro…
PADRE.- Di lo que tienes que decir…
HIJO.- En pocas palabras, ¿si no existió una razón para avergonzarte de tus hijos, por qué nos los hiciste sentir…?
PADRE.- No fue mi intención, te lo aseguro, pero si pude confundirlos, te ruego que me perdones…
HIJO.- Hice tantas cosas para que te sintieras orgulloso de mí, para que tu nombre y tu apellido no se perdieran… Intentando enloquecidamente trascender y que llegara a tus propios oídos mi nombre…
PADRE.- Yo no debí nunca decirte que esperaba que tus hijos te hicieran lo mismo que tú me hacías a mí. No debí decirlo.
HIJO.- Y yo, no sé si por miedo o por venganza, o para demostrarte que te equivocas corrí y me sometí a aquella operación, aquel ensayo, otra vez como conejillo de indias…
PADRE.- Pero ahora tienes tu esposa, y sé, igual que lo debes saber tú, que hay maneras y…
HIJO.- No, para mí no hay, papá. No supiste hacerme un hombre, papá, ni siquiera eso supiste hacer bien conmigo…
PADRE.- ¿Qué quieres decir?
HIJO.- No puedo tener hijos, ni que quisiera, aunque jamás me hubiera sometido a aquella operación…
PADRE.- (Con asombro) ¡Es verdad!
HIJO.- Sí, por eso me empeñé en parecerme tanto a ti, para que vieras tu propio fracaso, para que te vieras en mí como en un espejo. (Pausa) Pero todo eso quedó olvidado, me he visto yo en ti, viejo, acabado, triste, el esperpento que eres hoy y me di cuenta que debo huir.
PADRE.- Sí, tienes razón en insultarme. ¡Perdóname, hijo, perdóname!
HIJO.- No puedo, papá, sinceramente no puedo…
(El padre que se siente muy mal se sienta delante de la mesa, se agarra de ella, como si empezara a desfallecer).
PADRE.- ¡Dime que me perdonas!
HIJO.- No soy un dios.
PADRE.- (Con grandísimo esfuerzo) ¡Perdóname!
HIJO.- No.
(Inmediatamente a su voz final el padre se desploma, cae de la silla, agarrándose al mantel y arrastrando consigo todo lo que quedaba sobre la mesa, el estruendo es terrible.
Desde el interior, atraída por el ruido entra la madre, el hijo inmóvil, mira al padre que está en el suelo sin poder reaccionar).
MADRE.- (Entrando) ¡Dios mío! Hijo… tu padre…
(La madre intenta agarrar al padre, levantarlo del suelo).
MADRE.- ¡No te mueras todavía… no te mueras!
(El hijo permanece impertérrito, la madre solloza, aparece desde el interior muy demudada la esposa… El hijo la mira, luego mira al padre. Ella no puede hablar…)
HIJO.- ¡Está muerto! ¡Y no pude perdonarlo!
(La esposa con voz ahogada apenas puede hablar).
ESPOSA.- ¡Tu hermana, también ella está muerta!
(El sonido del mar aumenta, la luz desaparece de golpe).
TELÓN FINAL
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