Un cobarde.
EL AUTOR:
Nació en Caracas en 1882 y murió en la misma ciudad el 1 de noviembre de 1944. Se desempeñó como diplomático y en otros altos cargos públicos. Se dedicó a la escritura y especialmente como dramaturgo desde 1936, aparecen sus colaboraciones en El Cojo Ilustrado, Elite, Revista Nacional de Cultura y Repertorio Americano de San José de Costa Rica. Sus obras, en su mayoría escritas en el exterior, son de aire costumbrista reflejando como innovación el tema de la vida de la clase media de su tiempo.
Algunas de sus obras:
Cuento de otoño
La de los claveles rojos
Saldo de cuentas o entre viejos camaradas
Hacia el amor, que vuelve
La mamá de Fifina
Vida
La Diablesa
La Virgen del Carmen
Vivir para los demás
El gesto heroico
Un cobarde
Estampas de ayer
Una señorita de Caracas
Barro criollo
PERSONAJES
Santiago.
Rodríguez.
Ignacia.
Inés.
ACTO ÚNICO
Cuarto decente en una Casa de Pensión. La acción
entre las 10 y las 11 de la mañana.
ESCENA I
Al levantarse el telón, Inés,
que estaba arreglando cuidadosamente unos calcetines en la cama de Santiago, se
acerca a la puerta del foro, riéndose, plena de satisfacción.
Inés.— (Gritando)
Señora Ignacia... Señora Ignacia...
(Entra Ignacia, por el foro).
Ignacia.— ¿Qué es, muchacha?... ¿Qué gritos son
esos?
Inés.— Acérquese, señora Ignacia, para que vea qué
bonito quedó el regalo con la cinta.
Ignacia.— ¿Para esa tontería me llamaste?
Inés.— No se ponga brava, señora Ignacia. Si no la
llamo a usted ¿a quién voy a llamar?
Ignacia.— Pero falta lo principal.
Inés.— ¿Qué?
Ignacia.— El señor Santiago no va a saber de quién
es el regalo.
Inés.— Tiene usted razón. ¡Pero qué burra soy! No se
me había ocurrido.
Ignacia.— Hace falta una tarjetica con tu nombre.
Inés.— ¿Una tarjeta?... Pero ¿dónde conseguirla? Y a
esta hora. Dentro de poco se presenta el señor Santiago.
Ignacia.— Ya verás como todo se arregla. A falta de
tarjeta, un pedacito de papel de este que está en el cesto. Supongo que el
señor Santiago no lo notará. (Escribiendo)
Inés Ramírez.
Inés.— No me gusta así. El señor Santiago no sabe
cuál es mi apellido.
Ignacia.— Pero supone que debes tener alguno.
Inés.— Ponga solamente Inés. Mejor, Inesita. Como me
llama todo el mundo.
Ignacia.—Bueno. Lo que tú quieras. Aunque creo que
así está mejor. “Recuerdo de Inesita”.
Inés.— Admirable, señora Ignacia. Lo que dice todo
el mundo. Usted es muy inteligente.
Ignacia.— Zalamera. (Arregla el lazo con el papelito).
Inés.— Ahora sí está precioso. Y con el lazo como
usted acaba de arreglarlo quedó más precioso todavía.
Ignacia. — Lo que yo estoy notando es que tú estás
cada día más encariñada con el señor Santiago. Mucho cuidado con eso.
Inés.— Sería yo una loca. Yo sé que él no puede
casarse conmigo. Y en mi familia, usted lo sabe, no ha habido hasta ahora
ninguna pérdida.
Ignacia.— Eso te lo dije por embromarte. Sé lo que
vales.
Inés.— Quiero mucho al señor Santiago ¿Cómo negarlo?
Sería yo una ingrata si no lo quisiera. Usted bien sabe cómo se portó él
conmigo cuando mi operación de apendicitis. Nada me faltó. Un servicio especial
en el Hospital Vargas. Y ni un solo día dejó de ir a visitarme. Si no hubiera
sido por él... Y siempre tan respetuoso conmigo.
Ignacia.— Un corazón de oro. Incapaz de ninguna
villanía, de ninguna cobardía.
Inés.— Pero yo sabía que todo su cariño era por
lástima, nada más que por eso. Lo quiero mucho, como lo quiere usted también.
Ignacia.— Como lo quieren todos.
Inés.— Pero usted más. Si no que lo diga el
morrocoy.
Ignacia.— Cuidado con decirle nada. Quiero darle esa
sorpresa. A ver si sabe lo que es cuando se lo sirva en el almuerzo.
Inés.— ¡Cómo no va a saber!... Quién sabe cuántos
morrocoyes se habrá comido él. Llanero al fin.
Ignacia.— Pero como el que le estoy preparando
ninguno. Puedes estar segura.
(Tocan en la puerta del foro.
Se oye la voz de Rodríguez).
ESCENA II
Las mismas y Rodríguez, que
entra como loco.
Rodríguez.— ¿Santiago?... ¿Dónde está Santiago?...
Ignacia.— No está aquí.
Rodríguez.— ¡Cómo que no está aquí!... Todavía no
han dado las diez y él no acostumbra salir antes de las diez.
Ignacia.— Salió hoy más temprano. Se levantó tan
nervioso. Parece que pasó mala noche.
Rodríguez.— Es capaz de no venir. Era lo que faltaba
para completar el desastre en que me encuentro.
Inés.— ¿Por qué no se sienta, señor Rodríguez?
Rodríguez.— Para sentarme estoy yo. ¿Saben ustedes
lo que me provoca en este momento? Tirarme por esa ventana y caer sobre el auto
que está ahí, en la puerta, esperándome y despachurrar al chofer.
Inés.— Jesús, señor Rodríguez, está muy nervioso.
Rodríguez.— No es para menos.
Ignacia.— En resumidas cuentas ¿qué le sucede?
Rodríguez.— Algo horrible, señora Ignacia. Inesita,
hágame el favor de acercarse a la puerta de la calle y decirle al chófer que me
tenga un poco de paciencia. No voy yo mismo porque es [18/8] muy capaz de
volver a insultarme... como me insultó en Catia. Atrevido. (Sale Inés).
Ignacia.— Si en algo puedo serle útil.
Rodríguez.— Gracias, señora Ignacia.
Ignacia.— Y está quebrantado.
Rodríguez.— ¡Cómo no voy a estarlo! Con dieciséis
horas de ajetreo. Pero el cansancio es lo de menos. Lo que me preocupa es lo
que debo a ese hombre. Y lo peor es que las horas siguen corriendo. Ah, señora
Ignacia, si hubiera aquí un coroto liviano que costara más de ochenta
bolívares, para dárselo en prenda a ese hombre mientras llega Santiago.
Ignacia.— ¡Ochenta bolívares!... Como si dijéramos
una fortuna. Cuatro meses de trabajo para mí.
Rodríguez.— Ochenta bolívares que se han ido sin
saber cómo. Todo por culpa del maldito licor. Si lo que yo he dicho siempre. El
aguardiente no es malo. Lo que sucede es que hay gente que lo desacredita a
veces. Yo lo desacredité anoche.
(Entra Inés)
Inés.— Ese no es un hombre. Es un demonio. Qué
manera de hablar y con el vozarrón que tiene. Si parecía que iba a tragarme.
Rodríguez.— ¿Qué dijo?
Inés.— No le entendí bien lo que dijo. Pero sí oí
que hablaba de Policía.
Rodríguez.— ¿Ha oído usted, señora Ignacia. La
Policía. Ir yo a la Policía, un hombre decente como yo... en apariencia, por lo
menos. Como usted comprenderá tengo que instalarme aquí hasta que venga
Santiago. Porque Santiago me salva. Tiene un corazón de oro. Él es capaz de
empeñar el reloj, lo que tenga, pero me salva. Santiago no permite que un amigo
suyo duerma en el Rastrillo. (Se oye la
voz de Santiago). Ah, ahí está Santiago. Oigo su voz.
Inés.— Sí, es él.
Rodríguez.— ¿Lo ven ustedes? Dios no me deja de su
mano.
(Sale por el foro).
Ignacia.— Y es requeté simpático el condenado.
Inés.— Como casi todos los sinvergüenzas.
(Salen por el foro).
(Entran Santiago y Rodríguez).
ESCENA III
Santiago y Rodríguez.
Rodríguez.— ¡Cómo te agradezco este nuevo favor!
Amigos como tú son muy pocos los que hay.
Santiago.— Gozo haciendo un servicio. Eso es todo.
Rodríguez.— Pero yo te pago. No te digo cuándo, pero
algún día te pago.
Santiago.— Nada me debes. Hazte cargo de que lo que
gané ayer en la lotería fue ganancia de los dos.
Rodríguez.— Según oí decir aquí hace poco pasaste
mala noche.
Santiago.— ¿Cómo quieres que esté tranquilo con lo
de ayer?
Rodríguez.— ¿Todavía piensas en eso?
Santiago.— Francamente, me siento avergonzado.
Rodríguez.— Sé que tienes demasiada vergüenza. Y
créelo, ése es un estorbo en la vida. Aprende de mí. Lo que le decía no hace
mucho a un amigo que me preguntó qué tal me había ido en el nuevo año. “Pues
económicamente estoy lo mismo que en los años anteriores. Pero moralmente he
progresado. Por lo menos tengo menos vergüenza que el año pasado. No me
preocupan ahora ciertas cosas que antes me preocupaban”.
Santiago.— Feliz tú porque nunca te ha sucedido lo
que a mí ayer.
Rodríguez.— No sé por qué te preocupas. El Director
del Colegio te dio la razón.
Santiago.— Es un hombre sensato. El pobre!... Si
vieras cómo se burlan de él los muchachos.
Rodríguez.— De seguro está acostumbrado. Si no, ya
hubiera dejado el negocio.
Santiago.— El pobre, comprende que no serviría para
más nada. Lo que les sucede a casi todos los maestros de escuela. Llega un
momento en que se convencen de que no sirven sino para desasnar muchachos. Y la
suerte que les está reservada a casi todos. Mueren en la miseria.
Rodríguez.— Y en cuanto al papá del muchacho...
Santiago.— Ese no me preocupa para nada. Desearía
que viniera a pedirme cuenta de los golpes que le dí a su hijo. Te aseguro que
no saldría bien librado. Noto que cada día tengo más fuerza. Toca aquí. (Diciéndole que lo toque en el antebrazo).
Sólido. Macizo.
Rodríguez.— Si ya sé que tienes mucha fuerza. Por
eso me abstengo, a veces, de darte la mano. Por el temor de que me la aprietes
demasiado y me rompas un hueso... sin querer, por supuesto.
Santiago.— Los momentos no son para broma. Se trata
de algo muy serio.
Rodríguez.— Serio porque tú lo dices. Por mi parte
no veo donde está la seriedad. Te faltó el respeto un muchacho y lo castigaste
como él lo merecía.
Santiago.— Pero ahora cómo me arrepiento de haber
hecho eso. Haberle pegado a un muchacho, sobre todo como le pegué, con qué
fuerza, como para matarlo. Y si hubieras visto cómo se sacudía en el suelo
llamándome cobarde. Como me llamo yo mismo ahora. Porque me considero un
cobarde. Tú sabes cómo me crié. Luchando con toros bravíos. Domando potros
cerriles. Pasando caños llenos de caimanes. Sin temerle a nada ni a nadie. Todo
el mundo me respetaba porque me temían. Y pensar que toda esa energía he venido
a malgastarla pegándole a un muchacho.
Rodríguez.— Entre paréntesis. ¿Qué es eso que está
ahí, en la cama? (Por los calcetines).
Santiago.— Pues no me había fijado. Si la vista no
me engaña son unos calcetines.
Rodríguez.— Verdes, con rayas blancas. Supongo que
tú no llegarás a usar eso.
Santiago.— (Leyendo
el papelito) “Recuerdo de Inesita”. ¡Qué graciosa!... De Inesita, la
muchacha de aquí.
Rodríguez.— Ya sé. La trigueñita esa que está
enamorada de ti.
Santiago.— No seas mal pensado.
Rodríguez.— Si supieras que cada día me gusta más. Y
qué piernas tiene. Si no te gusta, cédemela.
Santiago.— Cuidado con meterte con esa muchacha.
Todo te lo perdono menos eso. Esa muchacha es para mí algo sagrado.
Rodríguez.— Algo sagrado. Y eso lo dices
refiriéndote a una mujer. Por eso te sucede lo que te sucedió con la otra.
Santiago.— No me recuerdes eso. Hazme el favor.
Rodríguez.— Después de todo, hay que pensar en que
gran parte de la culpa de los desastres que nos causan las mujeres la tenemos
nosotros mismos. ¿Qué puede esperarse de un ser construido con una costilla? Si
se tratara de algo más noble: un trozo de médula espinal, un poco de sustancia
gris... ¡Pero una costilla!...
Santiago.— Cuando se te ocurra hablar mal de las
mujeres acuérdate de que hay una que vale por todas: nuestra madre.
Rodríguez.— Telón abajo. Ni una palabra más.
Santiago.— Y ten en cuenta la recomendación que te
he hecho con respecto a Inesita.
Rodríguez.— Bueno. No hay que hablar más de eso.
Puedes estar seguro de que ni siquiera la veré. Pero luego que no se queje de
que la desprecio.
Santiago.— Este regalo ¿a qué obedece?... Ah, qué
idiota soy. Si hoy es mi cumpleaños. Se lo dije una vez y no se ha olvidado.
Cuarenta años.
Rodríguez.— Pues hay que celebrarlos. Egoísta. Nada
me habías dicho.
Santiago.— Para celebrar santos estoy yo. No se me
quita de la cabeza el muchachito ése.
Rodríguez.— ¿Quieres hacerme un favor? No vuelvas a
hablar de eso y préstame algo para ir a buscar una botella de cualquier cosa.
Santiago.— Toma. (Dándole una moneda).
Rodríguez.— Ya verás cómo dentro de poco te alivias
de preocupaciones y me saco yo este ratón. Este no es un ratón, es una
comadreja. (Sale).
Santiago.— (Acercándose
a la puerta del foro). Señora Ignacia... Inesita...
ESCENA IV
Santiago, Ignacia e Inesita.
Santiago.— (A
Ignacia, que se queda parada en la puerta). Inesita ¿dónde está?
Ignacia.— Aquí, detrás de mí. ¡Pasa, muchacha! No se
atreve a entrar, porque tiene pena de que la vea.
Santiago.— ¿Pena por qué?
Ignacia.— Por lo del regalo. Parece que está
descontenta.
Santiago.— (Acercándose
más a la puerta). ¡Inesita, por Dios!... ¿Qué le pasa?... ¿Por qué no
entra?
Inés.— Es una ridiculez la que he cometido, señor
Santiago. Después de todo lo que usted ha hecho por mí.
Santiago.— Es lo único que no perdono, que me
recuerden favores que haya hecho. Si los hice fue por egoísmo, por darme un
gusto.
Inés.— Yo sé que usted es muy bueno, señor Santiago
Santiago.— Pero no siempre, Inesita. A veces soy
malo, ruin, hasta cobarde. Pero ¿a qué recordar eso? Este regalito suyo vale
para mí mucho. Así son las cosas, usted a quién conozco apenas tres años, el
tiempo que tengo en Caracas, se acordó de mí. En cambio, mi familia nunca me ha
enviado una tarjetica siquiera. Y eso que nunca me porté mal con ella. Ese
regalo suyo me encanta.
Inés.— Pero el regalo de la señora Ignacia es mejor
que el mío.
Santiago.— ¿Conque también la señora Ignacia se
acordó de mí?
(Tocan en la puerta del foro).
¿Quién es? (Acercándose
a la puerta).
Ignacia.— (A
Inés, aparte). Si dices lo del morrocoy te saco la lengua.
Santiago.— (Leyendo
un papel que acaban de traerle). “Jefatura Civil de San Roque. El señor
Santiago Martínez comparecerá ante esta Jefatura hoy a las once a. m. para
asuntos de Policía que le conciernen. El Jefe Civil. Firma ilegible”.
Ignacia.— ¿Quién ha traído esto?
Santiago.— Ese policía que está en la puerta.
Ignacia.— Déjeme hablar con. él. (Sale).
Inés.— No se preocupe, señor Santiago. Es alguna
tontería. Hombres como usted son incapaces de hacer mal.
Ignacia.— (Que
vuelve a entrar). Nada sabe. Por el momento lo que debe usted hacer es
firmar y devolver el papel.
Santiago.— Pues a firmar. Veremos luego de qué se
trata. Aunque sí, ya sospecho de lo que se trata. (Firma el papel y se lo devuelve al Policía, que se ha quedado en la
puerta).
Ignacia.— Vámonos nosotros. Mira que tenemos mucho
que hacer.
Santiago.— Felizmente ahí viene Rodríguez. (Entra Rodríguez, cantando, con un par de
botellas).
ESCENA V
Santiago y Rodríguez.
Rodríguez.— Lo que menos tenía pensado, empatar la
rasquita de anoche. Porque voy camino de eso. Acabo de llamar al Ministerio
para decir que estoy enfermo, que no cuenten conmigo. Porque lo que es al
Apóstol Santiago hay que festejarlo.
Santiago.— Para fiestas estoy yo.
Rodríguez.— Ya verás cómo se te compone el espíritu
con un par de copitas de este coñac maravilloso.
Santiago.— Te esperaba con ansiedad. Lo que acaba de
sucederme es algo verdaderamente extraordinario. Figúrate que me han citado de
la Jefatura Civil de San Roque para que vaya ahora, a las once.
Rodríguez.— ¿El motivo?
Santiago.— La citación decía únicamente que debo
concurrir para asuntos de policía que me conciernen.
Rodríguez.— Es bien raro eso. Tratándose de un
hombre de tus condiciones. ¿No estarán equivocados?
Santiago.— Estoy seguro de que soy yo mismo. Y el
motivo lo sospecho. El muchachito ése.
Rodríguez.— No creo que sea eso.
Santiago.— Seguramente el padre se quejó.
Rodríguez.— El papá de ese muchacho no es hombre;
que acude a la autoridad. Lo conozco de vista. Es un pulpero de San José. Tiene
fama de guapo. Con un garrote es un Profesor. Habría venido a buscarte.
Santiago.— Y si no es ése el motivo ¿qué otro puede
ser? Mi conciencia la única falta que me reprocha son los golpes que le dí a
ese muchacho.
Rodríguez.— ¿Dijiste que era la Jefatura de San
Roque?
Santiago.— Eso leí en el papel.
Rodríguez.— Espera un momento. Soy amigo del
Secretario. Me aprecia mucho desde el día en que le quité una novia. Parece que
estaba fastidiado de ella. Déjame llamarlo por el teléfono, a ver si hacernos
alguna luz en el asunto. (Sale por el
foro. Santiago queda caviloso, pensativo). (Entra Inés, con un telegrama).
ESCENA VI
Santiago e Inés.
Inés.— Señor Santiago, un telegrama.
Santiago.— (Después
de leer el sobre). De mi pueblo.
Inés.— Y usted que se quejaba de que no se acordaban
de usted.
Santiago.— Así son las cosas. Lo mejor es no pensar
nunca mal de nadie.
Inés.— Sí, es lo mejor.
Santiago.— (Después
de leer el telegrama). Vea cómo se acuerdan de mí.
Inés.— (Leyendo).
“Señor Santiago Martínez. Caracas. Juancho grave. Ojalá pudieras enviarnos por
esta misma vía doscientos bolívares. Tuya, Petra”.
Santiago.— ¿Ve usted cómo sí se acuerdan de mí?...
Pero de todos modos hay que agradecer el recuerdo. Es un recuerdo que me
satisface, por lo honroso. Mi familia cree que tengo dinero. Más vale así. Peor
sería que creyera qué estoy en la carraplana.
Inés.— Voy. (A
Ignacia, que la llama desde adentro). (Sale). (A poco entra Rodríguez).
ESCENA VII
Santiago y Rodríguez.
Santiago.— ¿Hablaste?
Rodríguez.— Lo que tú suponías. El muchacho.
Santiago.— ¿No te lo dije?
Rodríguez.— La mamá, porque el padre está ausente, fue
a quejarse a la Jefatura. Y lo peor es que citarán también al Director del
Colegio.
Santiago.— ¿Y ese pobre señor qué culpa tiene de lo
que yo haya hecho?
Rodríguez.— Pero todo ha sido contra la voluntad del
muchacho. Él no quería.
Santiago.— ¿Cómo es eso?
Rodríguez.— He acabado por admirarlo. Te confieso
que si algún día tuviera un hijo desearía que fuera como ese muchacho.
Perdóname que te lo diga. Menos puerco para que nunca se le ocurriera lo del
ratón que te puso en la cátedra.
Santiago.— No me recuerdes eso. Hazme el favor.
Rodríguez.— Es todo un hombrecito.
Santiago.— En resumidas cuentas ¿qué te dijo el
Secretario?
Rodríguez.— El Jefe Civil está calientísimo. Parece
que el muchacho se presentó en la casa todo maltrecho, vomitando sangre. Y no
podía ser de otro modo. Con esos puños, con esa fuerza tuya...
Santiago.— Los momentos no son para bromas.
Rodríguez.— Si vas a enfadarte conmigo también,
prefiero irme.
Santiago.— No parece que fueras amigo mío. (Pausa)
¿De modo que el muchacho no quería...
Rodríguez.— La mamá no sabía a qué atribuir aquello.
Pero se fue al Colegio y allí le explicaron todo. El muchacho, sin embargo,
insistía en hacer creer que el motivo era otro, porque tus golpes no duelen. (Riéndose burlonamente).
Santiago.— ¿Que mis golpes no duelen?... ¡Qué
gracioso!... ¿Y tú lo crees?... ¿Tú quieres convencerte de que sí duelen? (Agarrándolo por el brazo.)
Rodríguez.— Suéltame, chico. Qué voy yo a creer eso!
Santiago.— ¡Conque mis puñetazos no duelen!... Y si
el muchacho no quería ¿por qué me citaron?
Rodríguez.— Pareces tonto. Se trata de un menor de
edad.
Santiago.— Tienes razón. De un niño. Y pensar que
toda la fuerza que tenía almacenada, con la ilusión de descargarla sobre el
primer hombre que se atreviera a ofenderme, la he malgastado cobardemente
pegándole a un muchacho indefenso.
Rodríguez. — Ironías del Destino.
Santiago.— Oye ¿tú crees que me dejarán arrestado;
que saldrá mi nombre en la crónica policial por haber aporreado a un niño?...
Porque eso sería horrible. Si en mi pueblo llegan a enterarse de eso, ¡qué
vergüenza!
Rodríguez.— Tal vez si te decidieras a dar una explicación
en la Jefatura. Nunca habías hecho eso. No es tu costumbre. Y si lo hiciste fue
por una ofuscación. Es la primera vez que te faltan el respeto.
Santiago.— ¿Una explicación? Eso nunca. ¿Pedir
perdón? A nadie. Suceda lo que suceda.
Rodríguez.— Pues entonces no hay que hablar más.
Vámonos que son cerca de las once. Si quieres que te acompañe.
Santiago.— Como quieras.
Rodríguez.— Sí, es mejor que te acompañe. Conozco tú
carácter y soy el primero en comprender que cualquier violencia en que incurrieras
ahora estaría más que justificada.
Santiago.— ¿Sabes lo que me provoca en este
momento?... Tomarme unas cuantas copas del coñac que trajiste y emborracharme.
Sería la primera vez que haría eso. Pero es lo que me provoca.
Rodríguez.— Sería un disparate. En casos como el
tuyo, lo más discreto es tratar de conservar la serenidad, hasta donde es
posible, por su puesto. Yo sí me voy a tomar un par de copitas. Si supieras que
el ratón se me ha aliviado con lo que te ha sucedido. Y lamento haberle pagado al
chófer. Si por desgracia te dejan allá habríamos pasado el día y, tal vez, la
noche, juntos. (Toma un poco de coñac).
Santiago.— ¿Te parece que les diga a la señora
Ignacia y a Inesita que no me esperen?
Rodríguez.— ¿Para qué?... Se alarmarían. Después de
todo tal vez salgas mejor de lo que piensas.
Santiago.— Ojalá.
(Salen por el foro).
ESCENA VIII y última.
Ignacia e Inés. Luego Santiago.
Ignacia.— Es inútil que lo defiendas. Lo que ha
hecho ese señor no tiene excusa. Y le seguirán un juicio. Acaba de decírmelo el
Jefe Civil, el General Solórzano, que, como sabes, no tiene secretos para mí.
Inés.— Sin embargo, señora Ignacia, hay que pensar
en que los muchachos se ponen, a veces, insoportables. Nunca olvidaré los malos
ratos que me hacía pasar un hermanito mío tan travieso.
Ignacia.— Pero por más travesuras que hagan no hay
derecho para castigarlos como lo hizo ese señor. Si le faltó el respeto ¿por
qué no se quejó al Director?
Inés.— ¡Pobre señor!...¡Pobre señor!...
Ignacia.— Ese señor no merece lástima. ¿Sabes cómo
se llama lo que ha hecho ese señor?... Pues una cobardía. (Santiago se detiene en la puerta al oír las últimas palabras de
Ignacia).
Inés.— Señor Santiago.
Santiago.— Inesita. He venido solamente a buscar un
pañuelo. Lo más seguro es que hoy, cuando me vea en la Policía, adonde nunca me
han llevado, preso por haber aporreado a un niño, sienta ganas de llorar. Pero
no lágrimas de dolor sino de rabia, las que lloran los hombres cuando se ven
impotentes ante el Destino. (Saca un
pañuelo del armario).
Inés.— Señor Santiago, ¿cómo ha sido eso?
Santiago.— Lo que hice yo ayer sólo tiene un nombre:
el que acaba de darle la señora Ignacia. Cobardía. Sí, Inesita, soy un cobarde.
(Sale. Ignacia e Inés lo ven irse,
silenciosamente).
TELÓN
LENTO