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Especialista en Teatro Venezolano

martes, 14 de febrero de 2012

Andrés Eloy Blanco





Los muertos las prefieren negras 
Biblioteca Digital del Caribe (dLOC), http://www.dloc.com


EL CRISTO
DE LAS
VIOLETAS
(Poema dramático en un acto)





ACTO ÚNICO
Un patio de la casa de los Bolívar en Caracas. La escena se desarrolla en la esquina de uno de los corredores. A la izquierda una pared blanca, en la que se apoya una mesita agobiada de flores, que enmarcan una copia del Cristo de Guacara. Dos briseras para cirios le hacen guardia. Por el arco del fondo se ve un patio con matas de granados. A la izquierda se prolonga el corredor; un grave tinajón pegado a una columna; los personajes aparecen en la tertulia, en una rueda de sillas y mecedoras.
Doña María Antonia Clemente, Valentina, Don Fernando y Gabriel.
Al levantarse el telón todos están como en un silencio triste y pensativo; así permanecen durante varios segundos, hasta que se rompe el silencio:

DOÑA MARÍA ANTONIA. - ¡Por Dios, qué silencio! ¿Por qué hemos quedado así?

VALENTINA.- Culpa de Gabriel. Hijo mío, tus cuentos son más tristes que una urna. Hombre, no tiene gracia eso de venir a contarnos cosas malas a estas horas.

GABRIEL CAMACHO.- No, no es el cuento... Es el aire que está triste. Es que todo está preparado para el quebranto. Ese cuento lo refiero yo en cualquier otro día y pasa sin hacer daño; pero hoy está lloviendo pena.

MARÍA ANTONIA.- ¿Pena? Pena me da a mí don Fernando que viene aquí a pasar un buen rato y se ha quedado el pobre con una cara de enfermo...

DON FERNANDO.- Tiene razón Gabriel. Hay momentos en que la melancolía viene sin llamarla. Somos como los árboles. Sombra y fruto tenemos, pero no siempre cantan los pájaros. Es el cielo quien nos manda el ave que viene alegre y la que viene triste. No es culpa nuestra...

MARÍA ANTONIA.- Pero hoy es un día en que han llegado los pájaros cantando. Las noticias que usted nos ha traído son para estar de fiesta, don Fernando. Y quiera Nuestro Señor que no cambien.

DON FERNANDO.- Dios querrá que no cambien. Mis noticias son buenas. El está mejor. Mejor, no más; no podemos pedir más por ahora...

VALENTINA.- Estará cansado más que todo.


DON FERNANDO.- (Triste) Cansado de todo... Cansado debía estar desde hace tiempo. Cansado ha debido quedar en la noche del 25 de septiembre; cansado ha debido quedar desde las canalladas de Valencia; cansado ha debido quedar desde las traiciones de sus generales, cansado de Córdoba, cansado de Lara, cansado de Santander; cansado de la incomprensión, cansado de su propia superioridad; sí... debe estar cansado... debe estar cansado hasta de no cansarse nunca...

GABRIEL.- Pero no se cansa de soñar y de predicar... Y todavía dicen los traidores de aquí que lo necesitan; todavía le quieren dar la presidencia, esa presidencia que lo está matando.
DON FERNANDO.- Pero ya no le tendrán. Su separación de la política es irrevocable. Está enfermo, está desilusionado. Ya no quiere vivir, sino dormir. Me dice que desde que salió de Bogotá se preparó para juntarse con el mar. Y allí se está en Santa Marta como en un fondeadero. Su larga carrera tormentosa es la de un río claro y bravo. Ha repartido su caudal y ahora ha llegado al mar como a una mansa desembocadura...

MARÍA ANTONIA.- No, no... mi hermano se morirá de pensar, mi hermano no descasará jamás mientras viva... Yo lo conozco... ese río no entrará suavemente en el mar. Lo abrirá como una tormenta en su última lucha por la justicia... Mi hermano morirá como él quería morir, en una carga; sí, su tristeza es muy grande y muy rebelde y él morirá junto al mar y como el mar, don Fernando...

VALENTINA.- No volvamos a ponernos tristes. Ya ves, mamá, que está mejor... Y el Cristo de las Violetas lo salvará.

DON FERNANDO.- ¿Cuál es el Cristo de las Violetas?

MARÍA ANTONIA.- Ese, es una copia. El Cristo está en Guacara. Lo trajo de Italia el señor Wallis. Es muy hermoso. Cuando fuimos a las minas le conocimos y nos gustó tanto que mandé hacer una copia. Y Luisa lo ha confirmado el Cristo de las Violetas. Verá usted: El Cristo tiene las manos, los pies y los labios como las violetas. La pobre ciega que no podía admirarlo hacía que Valentina y Margarita se lo explicaran. Y entonces nos dijo: "Pues para mí se llama Cristo de las Violetas..." Y así se quedó.

DON FERNANDO.- ¡Pobre Luisita! Parece mentira que unos ojos tan hermosos no tengan luz. Y dígame, doña María Antonia, ¿no se ha sabido nada de Avendaño?

MARÍA ANTONIA.- Nada. Cuando mi hermano salió para oriente, aquello era un desastre. Como todo el pueblo huía, todo era confusión. ¡Ay!, ¡ese año 14 fue un mal sueño! El Capitán Avendaño - ¿te acuerdas, Gabriel?- qué guapo hombre, gallardo y un jinete estupendo; el capitán Avendaño marchó de los primeros. Yo les había tomado ya cariño a esas dos niñas, y cuando él me las confió las recibí con alegría... Y no me he arrepentido hasta hoy. Y ve usted, son como mis hijas. Su padre, quien sabe dónde habrá caído de su caballo para no levantarse más. ¡Pobre patriota, que probó la peor parte de la patria en el peor de los años!...

DON FERNANDO.- Sí recuerdo todo eso. Hicimos mil averiguaciones. El Libertador estaba desolado por la desaparición de su llanero.

VALENTINA.- Y luego la desgracia de Luisa, tan rápida, tan inesperada nos ha hecho quererla más...

DON FERNANDO.- ¿Estaba enferma ya?

VALENTINA.- No... estaba muy bien, muy alegre... una noche se acostó como siempre y al día siguiente nos llamó llorando; estaba ciega, ciega sin saber por qué. Lo único que dice fue que tuvo un sueño raro, así como de llamaradas, de relámpagos, no sé; en fin, quedó ciega la pobrecita... Y es tan dulce, tan piadosa, que ni se lamenta ya... vive sonreída... más llora Margarita de verla a ella ciega.

DON FERNANDO.- Es lamentable, pero hermoso verlas a las dos. Cuando Margarita le vas sirviendo de lazarillo, más bien parece que fuera Luisa la que conduce a Margarita; porque la ciega va sonriente y la otra lleva los ojos marcados de congoja...

MARÍA ANTONIA.- No será eso sólo el cavilar de Margarita...
DON FERNANDO.- ¡Hola, hola! ¿Como que hay algo más? ¿Amorcitos?

MARÍA ANTONIA.- Tal vez.

VALENTINA.- No, mamá. Amorcitos, no; amor, acaso, pero honrado y paciente amor. Margarita nunca hará lo que tú no apruebes.

GABRIEL.- Eso es más complicado... A ver, Valentina; explica eso; creo que don Fernando es de la casa.

VALENTINA.- No sé, yo nada sé...

MARÍA ANTONIA.- Pues yo sé muchas cosas, Valentina; yo sé lo que no quisiera saber. Yo sé que Margarita prefiere ahora ir a misa de ocho en San Pablo cuando antes prefería la de seis en San Francisco. Yo sé que Margarita ha descubierto que son muy bonitas las mañanas del domingo por los lados de la Vega y que es muy piadoso acudir a la limosna de la tarde a la puerta de San Felipe... Yo sé que ahora se pone muy bien el sol por La Pastora, y asoma muy bien la aurora por Cotiza. Yo sé que Margarita se ha sorprendido de lo azul que es el cielo y de lo verde que es el campo... yo sé que hay nubecillas en el cielo y pajarillos en el aire, y la niña Margarita en la ventana ha conocido a la luna del cielo...

GABRIEL.- Total: la niña Margarita está enamorada. Mejor. La niña Margarita va a gozar por fin su pedazo de tontería. No sabemos que somos tontos hasta que nos enamoramos.

MARÍA ANTONIA.- Pues a ti te dura, porque lo que has dicho es una tontería.

GABRIEL.- No lo niego. Pero ¿quién es el galán?, porque no creo que la niña Margarita se haya enamorado del cielo ni de las nubes...

VALENTINA.- No hay nada todavía. Ella sabe muy bien que a mamá no le gusta.

DON FERNANDO.- Por algo será. ¿Quién es él?

VALENTINA.- Juan Antonio Velasco.

DON FERNANDO.- ¿Ese que llaman el españolito? Es simpático ese muchacho...

MARÍA ANTONIA.- Yo he soñado siempre, don Fernando, en casar a las hijas de Avendaño de acuerdo con lo que hubiera querido Avendaño para ellas. ¿Usted cree que aquel hombre de los llanos, patriota enfurecido, que murió por su bandera, matado acaso por un español, habrá visto con placer a su hija casada con uno de sus enemigos? La hija del hombre que murió por Bolívar no puede salir de la casa de los Bolívar de la mano de un realista.

VALENTINA.- No es realista, mamá; es español. La guerra ha terminado y él es venezolano.

MARÍA ANTONIA.- No, es español; es un agitador de la colonia; es un hijo espiritual de José Domingo Díaz; es uno de los que gritaron por las calles celebrando la batalla del Calvario en el día de Carabobo. Está tranquilo porque no lo han molestado; pero es un realista, es un hombre que odia a mi hermano y yo no le doy a mi hija. De la mata de granados que hay en mi patio no comerá un solo grano la boca que pidió la muerte del hombre de mi casa.

GABRIEL.- Juan Antonio Velasco, el españolito... ¡pobre Margarita!

MARÍA ANTONIA.- Juan Antonio Velasco, el españolito... ¡Pobre hermano mío, tan grande y tan amargo!

DON FERNANDO.- Por amor, doña María Antonia, grande por amor, amargo por amor… no lo olvide usted... Cuando vea usted llorar a Margarita, procure usted no hacerla ni tan grande ni tan amarga...

VALENTINA.- ¡Silencio!
(Entran riéndose, Luisa y Margarita, cogidas de las manos).

MARGARITA.- Valentina, Valentina, mira lo que nos traen. Fíjate, ¡qué naranjas!

VALENTINA.- ¿Quién vino?

MARGARITA.- Pomarrosa. La vi de lejos, y por allí, por esos corredores, hemos pasado sin que ustedes nos vieran, no fuera que me quitaran las mejores. Pomarrosa viene cargada de cosas... ¿Cómo está, don Fernando?

DON FERNANDO.- Margarita, bien. Más linda cada día.

LUISA.- ¿Don Fernando, está aquí?

DON FERNANDO.- Aquí está Don Fernando, Luisita, mirándote esa cara de sol...

LUISA.- No sea malo, Don Fernando, que si yo pudiera verlo sabría que se está riendo de mí...

DON FERNANDO.- Si pudieras verte tú misma, sabrías que no me estoy riendo. A ver, ¿qué les trajo Pomarrosa?

LUISA.- ¡Pomarrosa! ¡Pomarrosa!, ¡pasa, ven!
(Entra Pomarrosa fresca y jovial, con un cesto lleno de frutas y flores).

VALENTINA.- ¡Cuántas cosas!, y ¿dónde encontraste tanto?

POMARROSA.- De caminar tanto lo encontré todo... De Anauco arriba, helechos para doña María Antonia. Me bañé. ¡Más fría que estaba l'agua!, se me encalambraban las canillas, niña. Pa eso las caminé bastante hasta que reventé por la Alcabala. Venían esos carros de Petare que botaban las frutas; naranjas, dicen que de la Floresta, ¡y unos mangos hermosos, niña! Y son pa la niña Margarita las naranjas y pa la niña Valentina los mangos. Y por los laos del Rincón-¡asina anduve!- fue que jallé las violetas pa la niña Luisita, que dan gusto. Me las quitaban por un tris. Por nada se me llegó uno y me quitó un poco... uno que es teniente...

LUISA.- ¡Ay Pomarrosa!, ¿le diste mis violetas?

POMARROSA.- Un poco, niña Luisita, un poco no más... Fue porque me dio pena. Usté sabe que uno con los patriotas se tié que portá bien; ¿guá, y el patriotismo? además... que yo le debí algo... Como él me había dao unas violetas hacen días, y a mí no me gusta quedarme con nada, fui y se las devolví ahora. No vaya a crecé el patriota...

GABRIEL.- ¡Claro! No vaya a creer el patriota que tú te quedas con lo suyo, ¿verdad?

POMARROSA.- Asina es. Y yo soy asina. Cada vez que él me da algo no se pasa una semana sin que yo le dé aunque sea unas flores... No vaya a creé...

GABRIEL.- Eso es... No vaya a creer que a ti te hacen falta sus regalos, ¿verdad?

POMARROSA.- Asina es. Usté ve, estos claveles que tengo en la cabeza me los dio ahoritica. Yo soy asina; yo mañana o pasado le doy unas flores e un vasito é carato que yo hago muy bueno..., no vaya a creé...

MARÍA ANTONIA.- ¡Cierto! Eres muy honrada, Pomarrosa. No quieres deberle nada al patriota, ¿verdad?

POMARROSA.- Tanto como nada no, doña María Antonia..., que él no da pa que yo le pague; él me da de su espontáneo; y él es muy patriota pa cobrá; y hay cosas que no se pagan nunca; pero yo sé como son los patriotas, doña María Antonia, que en la guerra se acostumbran a ersigí [exigir] y son muy ersigidores; por eso es que yo soy asina, pago ligero pa que no cobren demás. Asina es...
(Entra Mercedes. Viene azorada, como con miedo).

VALENTINA.- ¡Mercedes, aquí está Mercedes! Pero ¿qué te pasa?, vienes como si te hubieran regañado en la calle.

MERCEDES.- Buenos días.

GABRIEL.- ¡Otra que viene triste! ¡Hombre!, ¡no parece sino que todo el mundo hubiera escuchado hoy en el cuento que yo conté!

MERCEDES.- ¡Es que... hay un gentío en la calle! Estaban gritando y el tumulto es espantoso. Me dio un miedo...

VALENTINA.- ¿Será algo grave?, ¿qué gritaban?

MERCEDES.- Ni sé. Me dio mucho miedo. Cuando yo tengo miedo no oigo nada...

MARGARITA.- ¿Cómo es el cuento, Gabriel?

GABRIEL.- Conté el cuento de la india y el hijo de Vasconcelos. El hijo del capitán general se enamoró de una india, pero su padre lo perseguía y declaró uno dio mortal a la muchacha. Era como un pleito de razas... Un día la india dijo a su novio: "Mira, cuentan las leyendas de mi pueblo que dos amantes no llegan a ser completamente uno del otro sino cuando la muerte los une", y se tiraron los dos por la loma del Anauco que está detrás de la casa de la Capitanía... Ya ves, es un cuento bien tonto...

MARGARITA.- (Triste) ¿Y eso será cierto?

DON FERNANDO.- No, Margarita..., eso no es cierto... La muerte no junta a nadie...

LUISA.- La muerte junta a los que deben juntar..., como la sombra...

VALENTINA.- Dos amantes no llegan a ser completamente uno del otro...

MERCEDES.- Hasta que la muerte los une...

LUISA.- Hasta que la muerte los une...

MARGARITA.- Hasta que...

POMARROSA.- ¡Ay, mi madre...! Si van a llorar me voy...

MARÍA ANTONIA.- No, ahora vamos a adornar la mesa con los helechos de Pomarrosa. Ya verá usted, don Fernando, qué tinajas me ha mandado el general Sucre. (Luisa, que iba a tomar las violetas, se detiene con un leve grito al oír estas palabras).

DON FERNANDO.- Luisita, ¿qué tienes?

LUISA.- Nada, nada, don Fernando, parece que algo pincha en estas violetas.

DON FERNANDO.- A ver... No, no hay nada que pinche, Luisita. (Bajo) No hay nada que pinche en las violetas, hija mía..., pero hay algo en la voz que duele un poco...

LUISA.- No..., nada..., nada duele... Póngame estas violetas en la mesita. Gracias...

DON FERNANDO.- (Sin apartar la vistas de Luisita) Decía usted, doña María Antonia, que ha recibido unas lindas tinajas de Guayaquil. ¿Ha sabido usted algo del general Sucre?

MARÍA ANTONIA.- Sí, ya debe haber llegado a Quito. Las noticias son malas; esas gentes de Pasto y esas gentes de Bogotá no pueden ver al mariscal. Y es claro. El mariscal es Bolívar. Los Azuero y los Santander y los Obando no pueden vivir la misma vida de los Bolívar, de los Sucre y de los Urdaneta... Tengo un miedo a veces, don Fernando. Fuera de usted, Sucre y Urdaneta, no nos quedan diez amigos... Pero venga usted a ver las tinajas...

DON FERNANDO.- Luisita, ¿duele todavía el pinchazo?

LUISA.- No, don Fernando; pero ¿qué piensa usted?

DON FERNANDO.- Nada, niña mía, nada. Pero estos ojos que han visto tan lejos y en tanta miseria oscura, cómo no han de ver algo en tu vida tan clara y tan hermosa. Yo sé muy bien, Luisita, que hay momentos que hasta las violetas tienen espinas...
(Salen Don Fernando, María Antonia, Gabriel, Mercedes y Pomarrosa).

VALENTINA.- (Al verse solas) Cuenta, cuenta...

MARGARITA.- No, cuenta tú primero.

VALENTINA.- Pues nada, hija..., lo que habíamos pensado. A mamá no le gusta. Habló muy claro. Dice que ella no le da su hija a un realista y que tu padre tampoco habría consentido y que...

LUISA.- Mi padre sí habría consentido. Y doña María Antonia consentirá también. Yo que soy ciega lo veo todo mejor que ustedes. Yo veo claro en el sentimiento de todos. Doña María Antonia es más buena que los santos y tú verás, tú verás. Cuando yo le hable no me negará nada...

MARGARITA.- ¿Qué sabes tú?

LUISA.- Mira, Margarita, ¿tú has visto nada más triste que una mujer llorando? ¿No, verdad? Pues figúrate lo triste que será una ciega llorando. Por eso, por no entristecer a nadie, estoy siempre sonreída. Pero cómo será de doloroso ver unos ojos que parece que no tienen luz y de pronto empieza a brotar de ellos unos hilos luminosos de una luz que no ha servido para alumbrar, para ver, pero sirve para rogar, para pedir y para decir a doña María Antonia: Margarita está enamorada y yo quiero que se case con su novio. Y entonces ella tendrá miedo de que se vacíen mis ojos, como dos vasos que sólo sirven para llenarse de agua…, y entonces, sin vista y sin lágrimas, para qué van a servir... Ella hará lo que yo le pida, porque no querrá quitar a mis ojos el llanto que les queda, que es lo único que les queda...

MARGARITA.- No, no... Que tú vayas a estar llorando media vida para que yo...No... Yo le diré a Juan Antonio que no venga, que se vaya lejos...

LUISA.- Tú no le dirás nada de eso a Juan Antonio. Porque yo le diré entonces que todo eso es mentira tuya y que doña María Antonia no quiere que él se vaya... Oye, Margarita, nadie ve mejor ciertas cosas que los ciegos... Ustedes ven hacia fuera. Nosotros vemos hacia adentro...

DON FERNANDO.- (Entrando. Ellas se callan al verlo) ¿Por qué se callan? ¿por qué te callas Luisita? No vengan a decirle a un viejo romántico que está de más aquí. Mira, Margarita, eso que te está diciendo Luisa es lo cierto. No vayas a cometer la tontería de decirle a Juan Antonio que se vaya. Hoy no lo quieren aquí. Mejor. Así te querrá más mañana; la guerra que hoy le hacen aumenta su afán, mientras más le cueste lograrte, más te querrá. Así fuimos los patriotas; mucha pena y mucha sangre ha tenido que costarnos esta tierra para quererla como la queremos. Así es mejor..., que te niegue un poco doña María Antonia, te querrá más tu españolito... Queremos más a las mujeres por lo poco que nos niegan que por lo mucho que nos dan...

LUISA.- Gracias, don Fernando. Usted sabe mucho...

DON FERNANDO.- Mucho, Luisita, mucho... Sé más que Margarita, ¿verdad?..., y de ti sé muchas cosas, muchas, ¿verdad?

LUISA.- (sobresaltada) ¿De mí? ¿Qué puede haber en mí de interesante, don Fernando?

DON FERNANDO.- ¡Quién sabe, hijita mía, quién sabe! Acaso haya sido yo buzo alguna vez y haya llegado hasta el fondo de las tinajas que vinieron de Guayaquil...

LUISA.- (sin contenerse) ¡Cállese, don Fernando, cállese!

MARGARITA.- Luisa, Luisa, ¿qué es?

DON FERNANDO.- Nada, nada que no sea muy hermoso. ¿Verdad, Luisita, que tú no vas a contar a tus tres amigos todo eso...? Vamos, tú allí sentada y el viejo amigo aquí... Valentina y Margarita allí... ¿Verdad que la espina de las violetas te entró por un oído cuando doña María Antonia habló de las tinajas que le había enviado tu... mariscal?

LUISA.- ¡Por Dios, don Fernando, usted está loco!

VALENTINA.- Pero Luisita, estás nerviosa... Cuenta...

MARGARITA.- Di, Luisa, cuéntanos un cuento...
(Pausa. Luisa solloza).

LUISA.- ¿Tú te acuerdas, Margarita, del año 20, en el Ingenio?... ¡Cuántos oficiales, cuánto lujo, cuántas armas! El Libertador iba muy contento. Aquella noche de la fiesta fue. Un oficial rubio de patillas rosadas me tomó del brazo. Mientras bailábamos él hablaba. Yo no he escuchado jamás una voz más dulce y al mismo tiempo más fuerte. Era una voz metálica y apasionada. No creo que haya nadie más noble que él en la tierra... Aquello fue como un sueño bueno. Nos dijimos mil cosas. Él prometió; él prometió que volvería. Yo lo esperé mucho tiempo; me impacientaba su tardanza. Supe que había prosperado. Yo lo sabía; yo sabía que él sería muy grande, el más grande después de El Libertador. Yo sabía que él era el hijo, el más grande después del padre... Cuando vino aquello de mis ojos, me acosté pensando en él, me dormí pensando en él. Pero tuve una pesadilla horrible. Le veía sobre un volcán, rodeado de fuego. Oía el ruido de los cañones; la muerte pasaba sobre él y él la saludaba sonriente y agitando una bandera. Le vi coronada de llamas volar hasta una llanura ensangrentada... Y de pronto todo fue oscuro; era una selva, una selva espantosa; él iba solo... De pronto una llamarada salió de los árboles y él cayó desplomado... y todo quedó otra vez oscuro... Desperté y todo seguía oscuro... oscuro... y todo está oscuro todavía... (Pausa). Luego supe que era glorioso, que había salvado a Colombia en Ayacucho, que era el gran mariscal; el volcán acaso era el Pichincha; y supe que era presidente de Bolivia... y supe que se había casado con una marquesa... (Pausa) Pero eso no me dolía, porque ya yo no lo esperaba... Es más... no quería que volviera... ¿Para qué, para no verle?... Y así está mejor... Él es mío de todos modos... y hasta creo que va a venir algún día a cumplir lo que me ofreció. ¡A mi no me importa esa marquesa!... Es mío (Ríe) Me lo ha ofrecido el Cristo de las Violetas... Si viene más viejo o más feo, no me importa, porque yo... yo no lo veré. (Solloza).
(Todos han quedado silenciosos. Entra María Antonia).

MARÍA ANTONIA.- ¿Qué pasa, qué es esto?

DON FERNANDO.- Nada..., otro cuento triste, otra hora sin pájaros en el árbol.

MARÍA ANTONIA.- Luisa, estás llorando. ¿Quién la hizo llorar?

LUISA.- Nadie... Fui yo quien contó el cuento... Fue a propósito de las tinajas que vinieron de Guayaquil. Pensaba yo en la sed que podrían apagar ellas a tantos que viven sin agua...

MARÍA ANTONIA.- No quiero que llores, Luisa... Ya sé, ya sé que hay mucha sed en el mundo. Que se llenen de agua todas las tinajas del mundo para la sed de todos los sedientos, pero que no se llenen de tus lágrimas mis tinajas de Guayaquil...
(Entra Gabriel, precedido por un negrito que trae refrescos).

GABRIEL.- Vaya, aquí hay agua para los sedientos. Se acabó la tristeza.

LUISA.- ¿Es Valerio? Ven acá. Ya sé que le robas los mangos a Pomarrosa, me lo dijo antier. Si le sigues robando los mangos a Pomarrosa, le voy a pedir a Dios que te deje negrito para toda la vida.
(Entre las risas ofrece Margarita los refrescos y en medio de la conversación llega Pedro, el criado, algo agitado).

PEDRO.- Señora...

MARÍA ANTONIA.- ¿Qué sucede?

PEDRO.- Señora, la plaza del mercado está llena de gente... Parece que hay revuelta... Están gritando los patriotas...

DON FERNANDO.- ¿Cómo? ¿Qué ocurre?

PEDRO.- Las gentes llaman a don Fernando a la puerta de la Intendencia. Parece que hay noticias malas. Y están matando a uno...

MARÍA ANTONIA.- ¿Matando a uno? ¿Por qué?

PEDRO.- Por español, señora; dicen que han cometido un gran crimen y que los godos son los culpables. Dicen que los granadinos y los godos se han juntado para matar a los patriotas y que hay que matarlos a ellos... Anda todo revuelto y por esas calles están trancando las puertas...

MARÍA ANTONIA.- Algo habrá cuando el pueblo se agita. Algo nuevo y muy malo habrá caído sobre esta tierra que no se cansa de sufrir.

VALENTINA.- ¡Dios mío! ¿Qué será? Don Fernando, ¿usted no sabe nada?

DON FERNANDO.- Nada. Voy a la Intendencia a ver qué ocurre.

GABRIEL.- Espéreme, don Fernando; yo le acompaño.

MARGARITA.- (Que está casi desmayada) Gabriel... Gabriel...

GABRIEL.- ¿Qué quieres?

MARGARITA.- Gabriel..., que si es él..., que lo salven...

GABRIEL.- Cálmate, no tengas cuidado...
(Entra Juan Antonio Velasco. Margarita va a correr hacia él. María Antonia la detiene con la mirada).

MARÍA ANTONIA.- ¿Qué desea usted?

JUAN ANTONIO.- Lo que usted desee, doña María Antonia. Una noticia espantosa ha llegado a Caracas. El pueblo anda loco, quieren matar a los españoles y a los granadinos. Yo he venido a salvarme en esta casa del mal grande de los colombianos. Usted dirá.

MARÍA ANTONIA.- ¿Yo diré?, yo diré que usted, si es español culpable, debía huir de esta casa que es la casa de los patriotas.

JUAN ANTONIO.- No soy culpable, soy español. Y vengo al lado de una mujer que me quiere.

MARÍA ANTONIA.- Esa mujer es mi hija. Y es patriota. Las mujeres de mi casa no quieren a sus enemigos.

JUAN ANTONIO.- Al llegar le dije a usted, señora, que yo deseaba lo que usted deseara. Buenos días.

MARGARITA.- ¡No…!

DON FERNANDO.- Espere usted un momento, Juan Antonio. ¿Qué noticia es esa que todos saben y que yo no sé?

JUAN ANTONIO.- Dicen que han asesinado al Mariscal de Ayacucho.

(Luisa queda de pie como alucinada por el golpe).

LUISA.- Que... han asesinado... al… mariscal... de Ayacucho... Que... han asesinado... al... mariscal... de Ayacucho...
(Valentina la sostiene en sus brazos).

MARÍA ANTONIA.- (Estupefacta) Pero..., ¿pero es cierto?

JUAN ANTONIO.- Es cierto, señora... Hay una comunicación para don Fernando, pero al mismo tiempo la noticia ha llegado por otros órganos. Es cierto. El 4 de junio fue asesinado el mariscal de Ayacucho en la montaña de Berruecos.

MARÍA ANTONIA.- (Frenética) ¡Dios bendito! ¡Y mi hermano se morirá, sí, se morirá; no es al general Sucre, que han matado esos bandidos! ¡Han matado a mi hermano! ¡Asesinos! ¡Han matado a El Libertador! ¡Han matado al padre! ¿Y usted viene a pedir salvación en esta casa ultrajada? ¿Y usted viene a pedir a la casa de Bolívar vendido, de Bolívar traicionado? ¿Usted viene a esconderse aquí? ¡Pedro, Pedro! Abre las puertas. ¡Di al que venga a buscar a este hombre, que está aquí, que entren, que se lo lleven, que lo asesinen también como ellos asesinaron a los padres de Colombia...!

MARGARITA.- ¡No! ¡Perdón! ¡Gabriel! ¡Don Fernando! (Salen todos, menos las dos hermanas y Juan Antonio).

MARGARITA.- (A Juan Antonio) ¡De aquí no te vas!

JUAN ANTONIO.- Cálmate. De aquí me iré; de aquí me llevarán. Pero no creas que he venido a esconderme, a salvarme. No, he venido a saber lo que sé; he venido a verte; he venido a preguntar si tú eras posible para mí, a preguntarle a doña María Antonia si mi esperanza era justa. Si ella me hubiera dicho: allí está mi hija, te la doy, entonces me hubiera escondido para salvarme. Pero ahora, ahora ya sé. Ahora ya no me importa que me asesinen delante de tu misma casa... La guerra es así... Ganar lavida es una batalla inútil si con ella no se gana el amor. Yo gané mi mejor batalla contigo, la perdí con doña María Antonia. Con los Bolívar no podemos luchar los españoles...

MARGARITA.- ¡Tú no te vas de aquí!

JUAN ANTONIO.- No, si yo no me voy todavía. Yo todavía tengo que decirle a Luisita que tú y yo somos dos egoístas. No pensamos sino en nosotros; pero yo he visto el efecto que le produjo a ella la noticia. Yo he adivinado su dolor mucho más grande que el nuestro... Luisita, hoy es el día en que les matan los novios a las Avendaño.

LUISA.- No, a ti no te matarán, Juan Antonio. Tú verás. Ese que está ahí se llama el Cristo de las Violetas y es patriota y español. A ti no te matarán.

JUAN ANTONIO.- Luisita, perdóname. No sospeché nunca el dolor que te traía.

LUISA.- No, Juan Antonio, si ya no es dolor; ya estoy bien; ¿no me ves sonreída?... Margarita, ¿te acuerdas de lo que contaba hace un momento? ¿Te acuerdas? Te dije que él era mío, mío de todos modos; te dije que él vendría a cumplir lo que me ofreció; y ya tú ves, él ha venido. Ahora le han matado y ahora no quedará de él sino el recuerdo; y el recuerdo es mío, Margarita, mío solo; ni su pueblo, ni su espada, ni su marquesa me lo van a quitar ahora... ¡Que venga la marquesa a quitármelo! Es mío, mío, mío...

MARGARITA.- Hermana, bienaventurados los ciegos...

LUISA.-  Sí, ¡bienaventurados los ciegos, porque ellos verán a Dios!; bienaventurados los ciegos, porque ellos no perderán nunca el recuerdo; bienaventurados los ciegos, porque su amor no puede morir jamás en su universo de sombra; bienaventurados los que no podrán ver los ojos del amado porque así siempre los llevarán consigo...

MARGARITA.- Bienaventurados los ciegos, hermana, porque para ellos ni la muerte es distancia ni la patria es abismo...

LUISA.- Sí... Los novios de las ciegas pueden ser mariscales, patriotas o españoles... Para nosotros todo es negro... Para nosotros todas las banderas son de un solo color...
(María Antonia ha oído las últimas frases desde el fondo. Entra con un cirio).

MARÍA ANTONIA.- Margarita... Toma, ponle esta vela al Cristo, por el alma del gran Mariscal de Ayacucho...

LUISA.- Doña María Antonia, doña María Antonia..., no..., no le ponga usted la vela..., no..., velas no, que yo no veo..., que yo no veo la luz... Tome..., póngale usted violetas al Cristo de las Violetas. Violetas... Doña María Antonia, que yo pueda olerlas... póngale usted violetas por su alma..., que huela un poco para él que no tiene ojos...
(Pausa. Margarita lleva las violetas al Cristo. Luisa queda en el centro, mirando hacia delante, alta la cabeza dolorosa, como buscando el cielo. Juan Antonio, respetuoso y sereno. María Antonia atraviesa lentamente la escena, viendo fijamente a Juan Antonio).

MARÍA ANTONIA.- ¡Pedro! ¡Pedro...! ¡Cierra las puertas, Pedro...!

TELÓN