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Especialista en Teatro Venezolano

viernes, 14 de diciembre de 2012

Lucila Palacios





LA MÁSCARA EN LA MANO
(Obra en dos actos)


Nota: Por la importancia de la autora para la comprensión, sin sesgos, de nuestra historia teatral, ofrecemos aquí los dos siguientes textos que reflejan dos aspectos de su dramaturgia: "La máscara en la mano" (completa) y "Una estrella en el río" (fragmento).     


Personajes:
ELENA
ROBERTO
CARLOTA
DON ANSELMO
MARTA
JORGE
JUSTINA

Acto Primero

(Sala de recibir. Época: mitad del siglo XX)

MARTA.-
Son las tres. Faltan apenas dos horas.

ELENA.-
Parece que se te alarga el tiempo.

MARTA.-
Se me alarga. Sabes lo que quiero, que hoy es el día definitivo. Él viene para conocer a papá. Le hablará de nuestros amores.

ELENA.-
Y mañana serán ustedes novios formales. Yo estaré muy contenta.

MARTA.-
Todos estaremos contentos. Después, vendrá la boda.

ELENA.-
Mi marido y yo seremos padrinos sin duda alguna.

MARTA.-
¡Claro que sí!

ELENA.-
Tengo curiosidad de conocer a ese novio tuyo. ¡Lo tenías tan escondido!

MARTA.-
¡Es un encanto de hombre! Te gustará muchísimo.

ELENA.-
¡Muy gracioso! ¡Me gusta… y te lo quito!

MARTA.-
Me lo quitarás a medias. Me sentiría feliz si te quisiera. Si él fuese contigo como un buen hermano.

ELENA.-
Creo que lo lograremos. Ya lo estoy queriendo.

DON ANSELMO.-
(Que ha entrado y las escucha) ¡Ah! ¿Con que hablando del novio? En esta casa no hay otro tema. Creo anunció su visita para las 5.

MARTA.-
Así es, papá, y yo voy a vestirme.

DON ANSELMO.-
Ponte bonita, lo más bonita que puedas. Así mismo lo hacía Elena cuando conquistaba a Arturo.

MARTA.-
¡Y mamá cuando te conquistaba a ti, no lo niegues!

DON ANSELMO.-
No lo niego.

MARTA.-
Entonces, hasta ahora. Elena, ya lo sabes, espero que me arregles la casa.

ELENA.-
No te preocupes.

DON ANSELMO.-
Me han sorprendido esos amores. Era Marta una muchacha retraída, y de pronto se volvió alegre y animosa. Creo que el amor la ha transfigurado.

ELENA.-
Así es, don Anselmo.

DON ANSELMO.-
Y a ti te ha transformado también. Pero a la inversa.

ELENA.-
¿Eso cree usted?

DON ANSELMO.-
¿Acaso no te observo? Te observo y creo comprender lo que te pasa. Tu marido…

ELENA.-
Mejor es no hablar de eso. Vive lejos, vive adonde yo no puedo llegar. Un buque, un buque no es el hogar apropiado para una mujer. En él habitan los hombres que gustan del mar y de los tiempos variables.

DON ANSELMO.-
Me parece estar oyendo a una mujer celosa.

ELENA.-
¿Celos? Tal vez los conocí recién casada. Ahora ya es tarde para celar.

DON ANSELMO.-
No me gusta que hables así. Es el lenguaje de una mujer desgraciada. Y yo deseo tu felicidad que es la de mi hijo.

ELENA.-
No se preocupe, don Anselmo, son explosiones.

DON ANSELMO.-
Comprendo. Hace varios meses que se fue Arturo…

ELENA.-
Pero me escribe, telegrafía, manda regalos.

DON ANSELMO.-
Peor sería si guardara silencio, si se mostrara indiferente.

ELENA.-
Tiene usted razón. Tal vez soy muy inconforme.

DON ANSELMO.-
No, inconforme no, tu queja es normal, te sientes sola.

(Suena un timbre)

DON ANSELMO.-
Es el timbre de la puerta.

ELENA.-
¡Dios mío! Es capaz de ser el pretendiente. ¡Y yo aquí conversando y la sala sin arreglar! ¡Ayúdeme usted, don Anselmo!

DON ANSELMO.-
¡Rápido! Las flores en su puesto, el diván, los adornos…

ELENA.-
Y yo sin vestir.

(Vuelve a sonar el timbre)

MARTA.-
(Entrando) ¡Llega gente, tal vez sea él! Voy a llamar a Justina.

JUSTINA.-
(Entrando) Allí está un señor. Pregunta por usted, señorita Marta.

MARTA.-
Dile que pase.

ELENA.-
Voy a arreglarme. Recíbanlo ustedes. (Sale)

MARTA.-
Tengo las manos frías, papá.

DON ANSELMO.-
Serenidad, muchacha.

ROBERTO.-
(Entrando) Buenas tardes.

MARTA.-
¡Adelante! ¿Cómo estás? Te esperábamos… Mi papá…

DON ANSELMO.-
Tengo mucho gusto en conocerlo.

ROBERTO.-
Gracias.

DON ANSELMO.-
Bien, puede sentarse. Perdone, pero… ¿el nombre de usted?

ROBERTO.-
¿Mi nombre? ¿Cómo… Marta no se lo ha dicho?

DON ANSELMO.-
Marta es un poco rara.

MARTA.-
Quería sorprender a papá, quería sorprender a Elena. Oye, padre, él es… Roberto Castel.

DON ANSELMO.-
¡Castel, ah! El escritor… ¡el ensayista!

ROBERTO.-
El mismo.

DON ANSELMO.-
Es un honor.

ROBERTO.-
¡No, no! Nada de cumplimientos. Me gusta Marta y…

DON ANSELMO.-
¿Le gusta nada más?

MARTA.-
¡Por Dios, padre!

ROBERTO.-
Quiero tratarla, conocerla, quizás algún día…

DON ANSELMO.-
Es hija mía y no puedo recomendarla. Pero, Elena, mi nuera, ha hecho una buena elección.

ROBERTO.-
¡Ah! sí, sí, es cierto.

DON ANSELMO.-
Tiene usted mi autorización para visitar a Marta. Vendrá cuando quiera, y puede que se entiendan.

MARTA.-
Así lo espero.

ELENA.-
(Entrando) Buenas tardes. (Con sorpresa) ¡Oh!

ROBERTO.-
Elena, tanto placer en verla. ¿Cómo está usted?

ELENA.-
Bien, Roberto, ¿y usted?

MARTA.-
¿Roberto? ¿Lo conocías?

ELENA.-
¡Por supuesto! ¿Quién no lo conoce? Gran escritor, gran ensayista, hombre de mundo.

ROBERTO.-
Ha mencionado usted todas mis condiciones menos una…

ELENA.-
¿Cuál?

ROBERTO.-
Hombre caído.

DON ANSELMO.-
¿Caído? ¡Pero si está usted en la cumbre de la fama!

ROBERTO.-
Caído, rendido a los encantos de una mujer.

DON ANSELMO.-
Marta, no te ruborices, eso lo decimos los hombres con frecuencia.

MARTA.-
Papá, con las cosas serias no se juega.

ELENA.-
Yo apoyo a Marta en lo que ha dicho. Jugar, jugar con el corazón es un pecado.


ROBERTO.-

Tiene usted razón, Elena.



DON ANSELMO.-

Los escritores saben de esas cosas tanto como los hombres corrientes.



ELENA.-

Como los hombres y las mujeres, don Anselmo.

DON ANSELMO.-
¡Ah, no! no te incluyas en el drama. Tú no sabes nada de la vida ni de las grandes pasiones. Te casaste muy joven, tu marido te ha querido mucho, tienes un hijo precioso, te dedicas al arte, ¡empiezas a pintar y triunfas!

ROBERTO.-
Un triunfo pleno. Derrotó a muchos nombres célebres. Elena, me gustaría conocer su estudio.

MARTA.-
¡Magnífico! ¿Por qué no? ¡Vamos en seguida!

ELENA.-
¡No, hoy no! Necesito preparar el ambiente.

DON ANSELMO.-
Entonces podríamos salir un rato. Lo invito, Castel.

MARTA.-
Iré sin sombrero.

DON ANSELMO.-
Claro, veremos una película.

MARTA.-
Vamos, Elena.

ELENA.-
No, yo no puedo ir, me duele la cabeza. Vayan ustedes.

ROBERTO.-
Lo sentimos. Hasta luego, Elena.

ELENA.-
Adiós, Roberto.

DON ANSELMO.-
Hasta luego, hija.

ELENA.-
Que les vaya bien…

CARLOTA.-
(Entrando) ¡Caramba! El timbre de ustedes no sirve, lo toqué inútilmente durante media hora. Por fortuna encontré a Justina cuando venía de hacer una compra. Pero, qué sorpresa, ¿no es Roberto Castel?

ROBERTO.-
El mismo, Carlota.

MARTA.-
¿Con que también lo conocías? ¡Vamos, entonces no es tan grande la sorpresa!

CARLOTA.-
¡Sí que es grande! Verlo en esta casa.

MARTA.-
Carlota es de la familia.

ROBERTO.-
Prima hermana de Elena.

DON ANSELMO.-
Por lo visto conoce todos los antecedentes familiares. Pero se está perdiendo el tiempo, el teatro está lejos y no sabemos los inconvenientes del camino. Vámonos.

MARTA.-
Me alegro de que hayas venido, Carlota, para que Elena no quede tan sola.

DON ANSELMO.-
Hasta luego, muchachas.

ELENA.-
Hasta luego.

(Sale el grupo, encabezado por don Anselmo)

CARLOTA.-
¿Qué significa esto?

ELENA.-
¡Una cosa horrible, una cosa horrible, Carlota! Roberto pretende casarse con Marta.

CARLOTA.-
¿Con Marta? ¿Es posible? ¿Cuándo se conocieron?

ELENA.-
No lo sé, pero ella lo quiere. Está loca por él. Nunca había conocido el amor. Nunca había querido a nadie. Y ahora, se enamora de él.

CARLOTA.-
Te digo que no tengo cabeza para pensar. Cuando lo vi en tu casa creí que estaba soñando.

ELENA.-
Imagínate lo que pasaría por mí, esta tarde, al entrar a la sala, y encontrarme con él.

CARLOTA.-
¿Y qué hizo Roberto al verte?

ELENA.-
Nada, permaneció tranquilo, inalterable, ¡sonrió y habló como si tal cosa!

CARLOTA.-
¿Y tú?

ELENA.-
Yo hice lo mismo, pero no podía ni respirar. La sala se me iba estrechando poco a poco. Los rostros se me desfiguraban. Hubo un momento en que estuve a punto de gritar. Pero aquello hubiera sido un escándalo. Tuve que reprimirme, que ahogar mis impulsos, que callar, como siempre.

CARLOTA.-
¡Creí que lo habías olvidado!

ELENA.-
Yo también. Pero siempre me ha sucedido lo mismo. Mi vida es un vértigo. Trabajo, creo, me doy en una obra de arte. Me llaman de todas partes y acudo al llamamiento. Soy buena esposa y buena madre, quiero a mi suegro y a mi cuñada, doy cumplimiento a todos mis deberes. A veces no tengo tiempo ni para mí misma. ¿Y todo por qué y para qué? Quiero olvidar. ¡Olvido es lo que he pedido al tiempo, Carlota! Y cuando creo lograrlo, cuando pienso que todo ha pasado, que es mi pasión un puñado de cenizas, aparece otra vez ese hombre.

CARLOTA.-
Y termina con todos tus propósitos.

ELENA.-
Siento que lo quiero, que lo quiero con más intensidad que nunca.

CARLOTA.-
¡Pobre Elena! Es una tortura.

ELENA.-
Una tortura, bien lo dice.

CARLOTA.-
¿Desde cuándo no lo veías?

ELENA.-
Tres años por lo menos. He huido siempre de él. Era una forma de huir de mí misma, de evitar la tentación.

CARLOTA.-
Lo que no entiendo es ese noviazgo de Roberto con Marta.

ELENA.-
Yo tampoco.

CARLOTA.-
Sin embargo, no tiene nada de extraño. ¡Marta es tan bonita!

ELENA.-
Eso pensé. Pero al mismo tiempo… Carlota, todo lo que Roberto dijo esta tarde era para mí. Vi en sus ojos el fuego de siempre, cuando me estrechó la mano sentí que era el mismo.

CARLOTA.-
¿Te dijo alguna vez que te quería?

ELENA.-
Me lo ha dicho y no me la ha dicho.

CARLOTA.-
¿Quieres explicarte mejor?

ELENA.-
Lo sabes bien, Carlota. Nos conocimos cuando gané aquel premio…

CARLOTA.-
Un cuadro tuyo, formidable… “Indecisión”.

ELENA.-
Al vernos comprendimos los dos que algo nos ataba para siempre. Yo entonces, escapé… Tuve miedo, te lo confieso. Miedo de Arturo, de mi suegro, de Marta, de mi hijo que acababa de nacer. Tuve miedo de todo, hasta de mi soledad.

CARLOTA.-
¡Pensé que habías llenado tu soledad con triunfos!

ELENA.-
No la he llenado con nada. Sigo siendo una mujer que lleva un desierto interior… Y él… en la lejanía.

CARLOTA.-
¿Cuál de los dos?

ELENA.-
¿Cómo?

CARLOTA.-
Responde, cuál de los dos, ¿tu marido o el otro? ¿No estarás confundiendo a los dos hombres en uno solo?


ELENA.- No sé, no sé… Pero viene Arturo y yo soy en sus brazos un instrumento, dócil, sin incentivos, sin voluntad de amar. En cambio ante Roberto se levanta todo mi ser. Me invade el éxtasis, me transporta y reclama.

CARLOTA.- Reclama, ¿qué?

ELENA.- Lo que no tengo, lo que me falta, lo que nadie me ha dado, ¡lo que jamás he concedido!

CARLOTA.- Estoy convencida. Amas a Roberto, Elena.

ELENA.- Y Roberto se va a casar con Marta, con mi hermana política.

CARLOTA.- ¿Qué puedo hacer por ti, cómo ayudarte?

ELENA.- Hasta ahora me siento confundida. No puedo coordinar mis pensamientos.

CARLOTA.- Hablaré con él.

ELENA.- Hablaremos las dos.

CARLOTA.- Pero, ¿dónde?

ELENA.- En mi estudio. Prepara la cita.

CARLOTA.- Trataremos de saber si quiere a Marta.

ELENA.- Si no la quiere, peor para ella Si no me quiere, peor para mí. En ese caso…

CARLOTA.- ¿Qué harías?

ELENA.- Reaccionaré, estoy segura que reaccionaré con dignidad. Tendré un amor para mí sola, y en ese amor mi obra y en mi obra lo que soy.


CUADRO II
Hora nocturna. Un bar impregnado de licor, de humo y voces de juerguistas. Roberto apura vaso tras vaso frente a una mesa. Lo acompaña Jorge.

JORGE.-Te vi esta tarde. ¿Quién es la muchacha?

ROBERTO.- Una mujer bonita.

JORGE.- ¿Nada más que eso? Creí que se trataba de tu novia.

ROBERTO.- Puede que lo sea.

JORGE.- Me pareció encantadora. Pero la otra, la novia del año pasado también lo era.

ROBERTO.- Y no me casé con ella. Ni me casaré con nadie.

JORGE.- ¡Mentira! Un día de estos encuentras a la mujer de tus sueños y ¡matrimonio hecho!

ROBERTO.- Ya la he encontrado.

JORGE.- ¿Es la de hoy?

ROBERTO.- ¡No!

JORGE.- ¿En dónde está?

ROBERTO.- Tal vez en el fondo de ese vaso.

JORGE.- En el fondo de tu vaso no hay sino licor.

ROBERTO.- Licor que ahoga los recuerdos, ¿comprendes? Así logro perderla de vista. Se me va borrando, se me va borrando entre los vapores del alcohol que nublan mi cerebro. Queda entonces lejos, lejos de la realidad… Se diluye, y hasta en los contornos de mi vaso desaparece.

JORGE.- Siempre has evocado el mismo tema en mi presencia, pero no le he dado importancia. Creí que eran cosas de borracho.

ROBERTO.- Para los que me leen soy un gran escritor, un gran ensayista. Para los que me tratan de cerca soy… un perdido, un hombre de juerga.

JORGE.- Es que siempre andas ebrio.

ROBERTO.- Al principio fue una embriaguez divina. Tuve a esa mujer casi al alcance de mis manos. En aquellos días de su triunfo, donde todo giraba en torno de su talento y de su belleza, yo le quise, la quise locamente, y ella me quiso también.

JORGE.- ¿Te lo dijo?

ROBERTO.- ¿Para qué? Lo supimos sin hablarnos, con solo sonreír y ver.

JORGE.- ¿Qué veías?

ROBERTO.- El fondo de sus pupilas. Entonces pensaba que era mi salvación. Pero después se convirtieron en dos abismos. Dos abismos donde me he hundido irremediablemente.

JORGE.- Creo que estoy borracho también pero no tanto como tú. Lo que me estás diciendo es todo un drama.

ROBERTO.- Hoy la encontré. Estuvimos cerca el uno del otro. Nos fuimos y la dejamos sola. Todo se hundió en mí junto con ella. ¿Qué hablé?, ¿qué dije durante la tarde? Palabras vacías, promesas huecas. Por eso me he venido hasta acá, a beber de nuevo, a buscar algo con qué llenar mi vida sin objeto.

JORGE.- ¿Sin objeto? ¿Y tu obra literaria?

ROBERTO.- Es árida, sombría, desorientada como yo.

(Suena el teléfono. Un mozo atiende y regresa a la mesa de los dos amigos)

MOZO.- Llaman al señor Roberto Castel.

ROBERTO.- Con permiso… (Toma el aparato telefónico) ¡Anjá! Carlota, ¿cómo está? Celebro oírla de nuevo. ¿Quiere hablar conmigo? ¿Ella también? Bueno, mañana en la tarde. Asistiré sin falta.

JORGE.- ¡Citas, siempre citas con mujeres! Es el complemento de tu vida viciosa.

ROBERTO.- ¡Calla! ¡No digas eso en este momento! Es tan grande lo que me pasa, tan loca mi esperanza, que si la pierdo entonces ya no había remedio. ¡Hombre, obra y todo nos hundiremos en el fondo de lo que pudo ser! ¡y no ha sido!


Fin del primer acto.



Acto segundo

(Estudio de Elena. Hay refinamiento y sencillez. Allí se han encontrado Roberto y Carlota.- Hablan.)

ROBERTO.- ¿De manera que no vino?

CARLOTA.- No quiso venir. Pensó que yo podría tratar con usted el asunto que nos obligó a darle una cita.

ROBERTO.- Hemos gastado varios minutos en cumplidos. ¿Por qué no enfocar el tema de una vez?

CARLOTA.- Usted sabe de lo que se trata.

ROBERTO.- Lo adivino: Marta.

CARLOTA.- Eso es.

ROBERTO.- ¿Qué quiere saber Elena?

CARLOTA.- La verdad. ¿Por qué la ha enamorado usted?

ROBERTO.- ¿Y eso le interesa a… su prima?

CARLOTA.- Mucho.

ROBERTO.- ¿Por qué?

CARLOTA.- Se trata de la felicidad de su hermana política.

ROBERTO.- ¿Nada más que eso?

CARLOTA.- Es lo que me ha dicho.

ROBERTO.- ¡Miente ella y miente usted!

CARLOTA.- Roberto, ¡observe que me está ofendiendo!

ROBERTO.- Pues no retiro mis palabras. Mienten las dos.

CARLOTA.- No he venido a oír injurias sino a hacer preguntas.

ROBERTO.- Preguntas que no contestaré. Señorita, una sola persona tiene derecho a interrogarme. Y no está aquí.

CARLOTA.- Pues sepa usted que no vendrá.

ROBERTO.- Entonces, ¿para qué me dio esta cita?

CARLOTA.- No fue ella. Fui yo.

ROBERTO.- Fue ella, fue Elena la que me hizo llamar. En aquel momento, al verme junto a Marta, estaba enloquecida por la sorpresa. Era capaz de cualquier cosa. Después empezó a meditar.

CARLOTA.- Bien, supongamos que sea así. Como resultado de esa meditación estoy yo sola en su presencia.  

ROBERTO.- Y a usted, no le diré nada, absolutamente nada. Es mi última palabra.

CARLOTA.- Entonces, no sé lo que sucederá.

ROBERTO.- Sucederá que me casaré con Marta y en Elena habrá siempre una duda que no me encargaré de disipar.

CARLOTA.- ¡Roberto, no sea cruel! Hablemos claro. ¿Por qué se empeña usted en torturar a esa infeliz?

ROBERTO.- Infeliz. ¿Y yo no lo soy?

CARLOTA.- ¡Quién sabe! Pero mientras tanto, necesitamos saber la verdad. ¿Qué fin persigue usted al enamorar a Marta? ¿La quiere, no la quiere, lo hace para acercarse a Elena o pretende despertar sus celos? ¿Qué trama usted con ese noviazgo?

ROBERTO.- Esto es precisamente lo que no puedo explicarle. Tan solo ante su prima podré ser sincero.

CARLOTA.- En último caso, sino quiere usted dar explicaciones…

ROBERTO.- Continúe, nada de reticencias.

CARLOTA.- Elena y yo estamos resueltas a hablar con Marta, a decirle la verdad.

ROBERTO.- Es difícil. Marta es la hermana del esposo de Elena. Además, ¿qué le dirán ustedes?

CARLOTA.- Pues…

ROBERTO.- Nada, no podrán decirle nada porque no hay pruebas que nos comprometan. Elena y yo ni siquiera hemos cruzado palabras de amor. Nos hemos querido de un modo inmaterial y las huellas de ese sentimiento no han ido más allá del corazón. Yo podría destruir las palabras de ustedes. Podría crear dudas en Marta acerca de su veracidad, darle otro sentido. Marta ante los obstáculos, orgullosa de ser la preferida, de suscitar envidia, me querrá más. Yo propondría una fuga, cualquier cosa.

CARLOTA.- ¡Cualquier cosa digna de un… canalla!

ROBERTO.- Llámelo usted como quiera. Digna de un hombre desesperado, de un hombre en decadencia. ¿No lo sabe usted? ¿No ha leído los periódicos, no ha visto lo que dicen?

CARLOTA.- ¡No!

ROBERTO.- Pues dicen eso mismo. Roberto Castel, el escritor, el ensayista, se derrumba.

CARLOTA.- Nada tiene que ver su obra literaria con su tragedia íntima.

ROBERTO.- Carlota, ¡llame a Elena, dígale que venga!

CARLOTA.- No es posible.

ROBERTO.- Carlota, llámela, antes de que sea tarde.

CARLOTA.- ¿Qué haría usted si no viniera?

ROBERTO.- Lo que ella teme, casarme con Marta enseguida.

CARLOTA.- Lo impediríamos.

ROBERTO.- ¡Nadie podría impedirlo! Si es necesario que me apodere de Marta por la fuerza lo haré a despecho de todo. Ella creerá que esta locura es obra del amor.

CARLOTA.- Roberto, creo que usted verdaderamente está loco.

ROBERTO.- Llame a Elena.

CARLOTA.- La llamaré. ¿En dónde está el teléfono?

ROBERTO.- Allí en ese rincón.

CARLOTA.- ¡Ah!, es verdad, estoy tan nerviosa que ni me daba cuenta. El número, hasta he olvidado el número.

ROBERTO.- 53271

CARLOTA.- Gracias. (Llamando) ¡Ajá! ¿Es Elena? ¿Sí? Soy yo, Carlota. Ven enseguida. No se podrá lograr nada si no vienes. Te digo que es urgente, que es necesario. Entonces… te esperamos.

ROBERTO.- La esperaré yo. En presencia de usted no daré explicaciones.

CARLOTA.- ¡Es el colmo! Logra usted que la llame y después impone condiciones.

ROBERTO.- Es la única forma de hablar a solas con ella.

CARLOTA.- ¿Y si Elena se negara?

ROBERTO.- No se negará. Recuérdelo. Se trata de Marta.

CARLOTA.- ¡Nos ha atrapado usted! Es algo inesperado y despreciable.

ROBERTO.- Economice las frases injuriosas, no me hacen mella.

(Suena la puerta de la entrada)

CARLOTA.- Han abierto la puerta.

ROBERTO.- Allí esta, allí está, adivino su presencia en el zaguán, creo sentir sus pasos, el peso de su cuerpo sobre la escalera. Dentro de poco se hallará aquí, mi amor, mi único amor.

CARLOTA.- ¡Dios mío, qué pasión! Es algo que me da miedo. Hasta me remuerde la conciencia. Tal vez no he debido llamarla. No puedo dejarla sola con usted.

ELENA.- (Entrando) Carlota, ¿me he demorado mucho?

CARLOTA.- No, no, pero…

ROBERTO.- Ella se tiene que ir, Elena.

ELENA.- ¿Irse? ¿Dejarme sola… aquí?

ROBERTO.- En su Estudio, Elena, y conmigo.

ELENA.- No me dejes, Carlota.

CARLOTA.- Es la condición que impone Roberto. De otro modo no hablará. Y mientras tanto, Marta…

ELENA.- Vete, pues, pero no te alejes mucho.

CARLOTA.- No tengas cuidado. (Se va)

ELENA.- ¿Y bien?

ROBERTO.- Es lo de siempre. Quiero hablarte y no puedo. Pienso decirte tantas cosas y cuando llegas…

ELENA.- No dices nada.

ROBERTO.- No te digo nada. Y en eso se me ha pasado el tiempo, en pensar en ti únicamente. Tal vez no he tenido fuerzas para conquistarte.

ELENA.- Pero hoy es necesario que hablemos.

ROBERTO.- ¿Quieres saber el sentimiento que me une a Marta?

ELENA.- ¡Sí!

ROBERTO.- La he buscado, la he solicitado para acercarme a ti.

ELENA.- ¡Ah!, lo sospechaba.

ROBERTO.- Estando junto a ella estaré contigo.

ELENA.- ¿Conmigo? ¿Sabes lo que intentas? Soy la mujer de su hermano.

ROBERTO.- En una vida de farsa.

ELENA.- En la realidad, Roberto.

ROBERTO.- En la realidad monstruosa, porque tú no quieres a Arturo.

ELENA.- Ni tú a Marta.

ROBERTO.- Nos queremos tú y yo, esa es nuestra verdad. Una verdad ahogada por los convencionalismos.

ELENA.- Convencionalismos que debemos respetar.

ROBERTO.- ¡Maldita organización social, esa, donde tú y yo estamos aprisionados!

ELENA.- ¿Y cómo intentas liberarte?

ROBERTO.- ¡Mintiendo! En el mundo de la mentira, no hay otras armas…

ELENA.- No, no, Roberto, no hables así, no digas esas cosas. Busca otra fórmula de liberación.

ROBERTO.- Fórmula, ¿acaso existe en mi drama? Mira como estoy. Me tiemblan las manos. Me arden las pupilas con resplandores de locura. Todo mi cuerpo se halla convulso. Te amo, te deseo, y odio cuanto nos separa. Pero, ¿crees que es amor únicamente lo que me agita? Para ahogar ese amor he recurrido al vicio. Bebo, juego, voy hasta la orgía y en brazos de otras mujeres intento encontrar tu forma corporal. Es una vida de engaño a mí mismo. Una vida de asco, pequeño, miserable, de decaimiento moral y material. Sólo tú podrías salvarme de ella y te has negado. ¡Y te sigues negando, Elena!

ELENA.- Es que yo he encontrado mi propia fórmula salvadora. Escucha bien, escucha, para que sepas lo que significas en mi vida.

ROBERTO.- Nada, ¡no significo nada!

ELENA.- Tanto, ¡que al renunciar a ti me he sacrificado!

ROBERTO.- ¿Tienes derecho a arrastrarme a tu sacrificio?

ELENA.- Se trata de algo sagrado. Un hombre que me dio su nombre y su confianza, un niño que tomó cuerpo y alma en mis entrañas.

ROBERTO.- ¿Lo ves? Al lado de ellos, ¿qué soy, Elena?


ELENA.- Todo, lo eres todo para mí. Pero en otro sentido. Eres el hombre de mis sueños. No quiero al otro, te quiero, y he renunciado a ti por deber. Pero ya que no puedo ser tuya en la vida real, te he hecho mío en una forma más pura. Tú eres quien anima mi obra. Tú eres el aliento vital de cuanto hago. En cada uno de mis momentos artísticos, en cada una de mis expresiones de superación estás presente. Por eso, cuando te oigo hablar como has hablado hace un momento, no doy crédito a mis oídos. Me parece que no eres tú, sino otro. Un hombre que no es el de mis sueños. Un sueño que deja de pertenecerme.

ROBERTO.- ¿Por qué eres así? Precisamente, ¡esa fuerza tuya, ese espíritu que posees es lo que busco en otra mujer! ¡y no lo encuentro!

ELENA.- Sé dueño de tu propio yo. Forja tu destino, pero un destino de altura. ¿Acaso es necesario que una pasión te domine y te rebaje? Cada vez que desciendes estás lejos de mí. No quiero, no, que el hombre de quien he hecho un culto demuestre que estoy en un error, que es un ídolo falso. Quiero ser para ti lo que tú eres para mí. Vivir en tu obra como tú vives en la mía para que nuestro amor no muera nunca.

ROBERTO.- ¿Nuestro amor?

ELENA.- Nuestro, así como lo oyes. Te lo estoy diciendo por primera y última vez. No trates de que yo descienda. Sube. Subamos juntos.

ROBERTO.- ¡Eres capaz de convencerme, Elena!

ELENA.- ¿Qué monstruosidad ibas a hacer? Casarte con Marta para aguijonearme a diario con tu presencia. Provocar mi envidia, tentar mi resistencia con tus besos para la otra.

ROBERTO.- Elena, en este momento tu emoción se parece a la mía.

ELENA.- Es lo que necesitamos, Roberto. Vencernos. Para darle una razón y un sentido al mundo en que vivimos.


Cuadro II
(En la casa de Elena. Justina limpia los muebles. Arregla las gavetas, abre las ventanas)

CARLOTA.- (Entrando) Buenos días, ¿cómo están por aquí?

JUSTINA.- Señorita Carlota, cuanto me alegro de verla. Todos en la casa se contentarán al saber que ha regresado.

CARLOTA.- Vine ayer. Y después de tantos meses de ausencia me he sentido como un forastero. Todo me parece distinto, las casas, las calles…

JUSTINA.- Hasta cierto punto, muchas cosas han cambiado, señorita.

CARLOTA.- Llama a Elena, a Marta, a don Anselmo. ¿Por qué no les has avisado mi llegada?

JUSTINA.- No hay nadie en la casa.

CARLOTA.- ¿En dónde están?

JUSTINA.- Pues mire, señorita, es largo de contar. En seguida que usted se ausentó vino la enfermedad de la señorita Marta.

CARLOTA.- ¿Marta enferma? ¿Y qué ha tenido?

JUSTINA.- Se puso muy nerviosa con lo del novio. No hacía más que llorar. Hubo un momento en que todos pensamos que se había vuelto loca.

CARLOTA.- Bueno, pero ¿qué hizo él?

JUSTINA.- No volvió por aquí, ni siquiera la llamaba por teléfono. Un día la encontró en la calle y volvió la cabeza para no saludarla. Esto la afectó mucho, muchísimo. No hablaba de otra cosa.

CARLOTA.- ¿Y con quién hablaba?

JUSTINA.- Con su papá, conmigo, con todos. Doña Elena no podía ni pintar. Se iba al Estudio y la niña Marta la llamaba en seguida. Entonces doña Elena se trajo sus lienzos, sus pinceles, y se instaló en la casa.

CARLOTA.- ¿Y ahora en qué están?

JUSTINA.- Pues… se la llevaron para el Sanatorio.

CARLOTA.- ¡Pobre Marta!

JUSTINA.- Doña Elena va a verla cada dos días. Hoy está allá.

CARLOTA.- ¡Pobre Elena!

JUSTINA.- Ha sufrido muchísimo la señora. Y don Anselmo ¡supóngase que el Sanatorio es carísimo! Don Anselmo le escribió a su hijo.

CARLOTA.- ¿Arturo no ha venido por aquí?

JUSTINA.- Sí, sí ha venido. Y el niñito también.

CARLOTA.- ¡Ah! es verdad. Me olvidaba del chico. ¿Todavía se halla interno en el colegio?

JUSTINA.- Todavía. Pero debo seguirle contando lo de la niña Marta. El señor Arturo no podía costear en tratamiento de su hermana. Y entonces doña Elena vendió muchos cuadros.

CARLOTA.- Cuadros, sus cuadros, ¿los ha vendido Elena?

JUSTINA.- Los solicitan muchísimo y se los pagan bien. Ella ha cargado con todos los gastos de su cuñada. Creo que traerán pronto a la niña Marta pues está casi bien. Aunque…

CARLOTA.- ¿Hay algo nuevo?

JUSTINA.- Hoy llamaron del Sanatorio, llamada de urgencia.

CARLOTA.- ¡Ojalá que no se trate de algo desagradable!

JUSTINA.- ¡Ojalá! ¡Y pensar que todo esto es por culpa de ese hombre!

CARLOTA.- ¡Qué fatalidad!

JUSTINA.- Aquí esconden todos los periódicos para que la niña Marta no lea ni se entere.

CARLOTA.- ¿De qué?

JUSTINA.- Lo nombran todos los días. Está escribiendo mucho. Según le he oído a don Anselmo es un hombre de gran porvenir.

CARLOTA.- ¡Pobre Castel!

JUSTINA.- ¿Qué ha dicho usted, señorita Carlota? ¿Por qué le tiene lástima? Ese hombre es el causante de todo.

CARLOTA.- No sabemos, Justina, no sabemos qué desgracia se le ha evitado a Marta con la ruptura de ese compromiso. Lo mejor es lo que sucede.

JUSTINA.- A usted no le impresionó mucho el rompimiento.

CARLOTA.- Pues la verdad es que no me impresionó mucho. Sucede todos los días.

(Entra Elena y don Anselmo)

DON ANSELMO.- Carlota, querida, has llegado a tiempo.

CARLOTA.- ¿Cómo está don Anselmo? ¿Cómo estás Elena?

ELENA.- ¿Desde cuándo estás en Caracas?

CARLOTA.- Llegué  ayer. Y esta mañana, al levantarme, pensé en ustedes y decidí venir a verlos. He lamentado mucho lo que ha sucedido durante mi ausencia.

DON ANSELMO.- Sí, hemos pasado horas de angustia con la enfermedad de mi pobre hija. Pero ahora todo ha cambiado. Venimos de allá. Nos llamaron para hablar sobre su caso. El alma de Marta se encontraba enferma. Nunca había sufrido y la aptitud de Castel, su rompimiento, fue un golpe muy duro para ella. En el Sanatorio tuvo paz desde el primer día. Después le fue cobrando amor a la vida, a las cosas que le rodeaban. Hoy nos anuncian…

ELENA.- Se ha enamorado de nuevo. De uno de los médicos.

DON ANSELMO.- Se casarán en seguida. Por eso le dije al entrar: has llegado a tiempo Carlota. Ayudarás a Elena a los preparativos de la boda.

CARLOTA.- Con mucho gusto.

DON ANSELMO.- La cosa es rápida, cuestión de días. No es lo usual, pero tenemos que aceptarlo.

CARLOTA.- Marta es más joven. Siempre fue distinta a nosotras. Un poco rara, decía usted. Un poco a lo moderno, diría yo, que he seguido de cerca sus pasos.

DON ANSELMO.- Arturo está a punto de llegar. Vendrá también el nieto. ¡Oh, qué feliz me siento! Nos reuniremos todos aquí, no habrá una cara triste.

CARLOTA.- No, no la habrá, don Anselmo. Todos nos sentiremos descargados de un gran peso. Tú también, ¿verdad Elena?

DON ANSELMO.- ¿Elena? A ella se lo debemos todo. No hay duda, Arturo, mi hijo, ¡se casó con una gran mujer! ¡Ha sido tan buena con nosotros! Yo no sé cómo agradecer el comportamiento de mi nuera. Aunque tal vez en lo que hace no exista gran mérito. Presumo que todo eso es por Arturo, por amor al marido.

CARLOTA.- Sin duda alguna, sin duda alguna, don Anselmo.

DON ANSELMO.- Voy a telegrafiar a Arturo. Y de paso iré al colegio por el niño.

ELENA.- No tan de prisa, don Anselmo, habrá que fijar la fecha.

DON ANSELMO.- ¡Dentro de 15 días! Me lo dijo Marta. A penas lo necesario para las amonestaciones.

ELENA.- Entonces vaya usted y haga lo que quiera.

DON ANSELMO.- Hasta luego, muchachas.

CARLOTA.- Hasta luego, don Anselmo.

(Don Anselmo sale)

ELENA.- (Reparando en Justina que ha permanecido en la estancia y limpia los muebles). Justina, ¡cuidado con mi cuadro! ¡No le quites la tela con que lo he envuelto!

JUSTINA.- No, señora, ni siquiera lo he tocado. Pero ya la limpieza de hoy terminó. Tengo que hacer otra cosa.
(Se va).

ELENA.- Y bien, ¿qué te parece?

CARLOTA.- Debes estar contenta.

ELENA.- Hasta cierto punto. ¿No sabes que destruí mi Estudio?

CARLOTA.- Ya lo sé.

ELENA.- No podía soportarlo. Mi Estudio estaba henchido con su voz, con sus palabras de amor, con su desesperación. Allí tuvo lugar nuestra primera y última entrevista, a solas. Entrar allí era como llegar otra vez junto a Roberto. Sentirlo junto a mí. Desear que volviera.

CARLOTA.- ¿Lo llamaste de nuevo… alguna vez?

ELENA.- ¡No! Pero estuve a punto de llamarlo. Y para evitar eso, por romper de una vez con todos los lazos que me sujetaban a ese hombre, cerré el Estudio, me traje los pinceles, me traje los cuadros.

CARLOTA.- Y los vendiste para sostener a Marta en el Sanatorio.

ELENA.- ¡Era lo menos que podía hacer por ella!

CARLOTA.- ¡Has debido sufrir lo indecible!

ELENA.- Figúrate a Marta desesperada, a Marta loca por Roberto, a Marta odiando a una mujer imaginaria.

CARLOTA.- ¡Has podido cometer una imprudencia, Elena!

ELENA.- ¡Me parecía un crimen callar! Hubo un momento en que la verdad quiso abrirse paso entre ambas. Pero era inútil explicar la situación. Marta, en sus celos, me hubiera considerado culpable de faltas que no he cometido.

CARLOTA.- Tienes razón. Pasaste por momentos muy difíciles.

ELENA.- Muy difíciles, momentos de vacilación y de flaqueza. Sin embargo, tenía un estímulo.

CARLOTA.- ¿Cuál Elena?

ELENA.- ¿No sabes nada? Castel ha reaccionado favorablemente. Su vida licenciosa ha sufrido una gran transformación. Ha crecido su nombre, su prestigio. Ha crecido su obra.

CARLOTA.- ¿Y en la tuya qué hay?

ELENA.- ¡Ven y mira! (Descorre el velo que cubre el cuadro)

CARLOTA.- ¡Oh!, ¡qué hermosa! ¡Es un cuadro que deslumbra! No obstante… de él emana una gran tristeza. Y algo así como un grito de rebeldía.

ELENA.- Pero, ¿no ves que en ese cuadro estamos él y yo juntos? Es nuestra tragedia la que se proyecta en el lienzo. Ignoro si los demás lo entienden. Pero yo sé que grito, me retuerzo y sollozo en cada color que escapa de mis pinceles. Pinto lo irremediable. Y en contraste, un anhelo de superación.

CARLOTA.- Es hermoso lo que haces, pero tu obra, tu gran obra no es ésta, Elena.

ELENA.- ¡Me la han premiado!

CARLOTA.- Gran Premio Nacional. Se lo merece. Pero no has entendido mis palabras. No me refiero a tu labor artística, sino a tu labor humana.

ELENA.- Sigue, Carlota…

CARLOTA.- Has hecho feliz a los que te rodean. Por ti hay alegría en esta casa. Don Anselmo, Arturo, Marta, el hijo tuyo, no saben lo que te deben.

ELENA.- No lo niego.

CARLOTA.- Castel pasará a la inmortalidad contigo. ¿Te has dado cuenta de eso? ¡Es grande tu obra!

ELENA.- ¡Grandeza! He aquí una palabra turbadora. Las palabras aturden. Suenan tanto y hacen tanto ruido que impiden escuchar cuando algo se desmorona detrás de ellas.

CARLOTA.- ¿A qué te refieres? ¡Explícate, Elena!

ELENA.- Yo también como tú, quizás más que otros, he admirado las acciones nobles y hermosas.

CARLOTA.- ¿Admirarlas tan solo? Has puesto en práctica esas acciones. ¡Debes estar orgullosa!

ELENA.- (En movimiento desesperado coloca ambas manos sobre sus oídos) ¡No quiero oírlo! ¡No quiero oírlo! Y sin embargo… me lo estoy diciendo a mí misma todos los días.

CARLOTA.- Es la primera vez que no te entiendo.

ELENA.- Me he negado a profundizar en el efecto que me causan esas palabras. Están en tus labios, en los ojos agradecidos de Marta, en la expresión del rostro de don Anselmo, en mi propio silencio de aprobación. Quizás por miedo de no oírlas nunca, por miedo de no escuchar esas frases de elogio con que se me rodea, he hecho añicos mi vida interior.

CARLOTA.- ¡Óyeme! Te lo confieso; sigo sin entender.

ELENA.- Roberto me ha comprendido. Él sabe que por no dejar de oír esa música halagadora, somos dos, cien, mil y más criaturas que hemos preferido renunciar a nosotros mismos antes que renunciar a su arrullo.

CARLOTA.- ¿Hasta dónde, Elena, hasta dónde llegarás con tu desvarío?

ELENA.- Quizás él y yo seamos los únicos soportes.

CARLOTA.- ¿Soportes? ¿De qué?

ELENA.- ¡Nuestro mundo se derrumba, Carlota! Ya lo ves en Marta, veleta de hoy. Después vendrán los otros.

CARLOTA.- Cada vez se ensombrece más tu rostro. Es como si estuvieras presenciando un cataclismo.

ELENA.- Los otros no nos entenderán… Pero lo grave es…

CARLOTA.- ¿Lo grave?

ELENA.- Ellos serán halagados por otras palabras distintas y no podrán escapar de su influencia. Yo la veo venir, voz de vendaval, tormenta, torbellino, alarido, protesta. Y los seres humanos arrebatados por la vorágine…

CARLOTA.- ¡Ah! solo eso faltaba (Burlona) lo del tono profético.

ELENA.- Los últimos soportes de una época que se está destruyendo, repito…

CARLOTA.- Nada se destruye… nada se desploma. Al contrario, todo empieza a crecer, las construcciones, las ciudades y su movimiento, el aire cruzado por motores, las ideas nuevas. Y los seres humanos…

ELENA.- Ruinas.

CARLOTA.- ¿Insisto en discutirlo?

ELENA.- ¿Qué sabes de los otros? ¿Acaso los has visto por dentro?

CARLOTA.- Ruinas… ¡Dónde están, por favor, dímelo!

ELENA.- Te rodean sin que lo adviertas a pesar de que algunos restos se hallan en tu presencia.

CARLOTA.- ¿En mi presencia?

ELENA.- Arturo, Marta, Don Anselmo, su felicidad, todo y todos están pisando sobre ellas. Los últimos soportes. Una mujer, un hombre. Él y yo.


Lucila Palacios